Nadine Labaki filma una cinta que busca denunciar la miseria infantil en el Líbano, abusando de las formas con tal de conseguir efectismo, resintiéndose así la calidad fílmica de su propuesta
Existe cierta tendencia a la hora de premiar el cine de festivales. También en las entregas de premios nacionales. Una corriente que creíamos haber olvidado hasta que nos encontramos ciertas sorpresas como la que hoy nos atañe. Hace unos años, la crítica internacional se llevó las manos a la cabeza con la Palma de Oro a «Yo, Daniel Blake» de Ken Loach. El Oso de Oro a «Fuego en el mar» o el premio César a «Fátima», son solo otros ejemplos de cómo los jurados se pueden llegar a decantar antes por el contenido de una película que por su valor técnico a nivel formal. Y es que, si es cierto que hay cineastas que prevalecen la simpleza de su argumento con tal de concienciar a cuantos más espectadores mejor, no hemos de olvidar que lo que se busca en estos certámenes es premiar la calidad, no las buenas intenciones de sus directores.
Con todo esto, lo que pretendemos decir es que, que exista la miseria infantil y una terrible falta de empatía en la pobreza generalizada de el Líbano, no es motivo para que una cinta como «Cafarnaúm» consiguiera el premio del Jurado en el pasado Festival de Cannes. Tampoco que sea nominada al Oscar a mejor película de habla no inglesa. No lo es porque, por mucho que Labaki intente imprimir una mirada social y bienintencionada, su ejecución final, es cuanto menos cuestionable. La directora, busca incorporar la fábula dentro de un contexto de presunto realismo. Lo hace presentando la historia de un niño que lleva a juicio a sus padres acusándoles de la irresponsabilidad de haberle traído a un mundo degenerado e inhumano. Excusa perfecta para que se inicie un largo flashback donde Labaki se recrea en un tour por los infiernos donde este infante se las verá con la degradación y la falta de empatía extendida en el país asiático. Y si bien en su dirección en pocas ocasiones se haya la fluidez y el naturalismo en su cámara en mano, el exceso de ralentíes y el subrayado abrumador de la música, acaban por convertir sus escenas más dramáticas en puro artificio. Su búsqueda incesante de conmover al espectador acaba por alejarlo de la realidad mostrada, acabando con su verosimilitud. Además, la premisa de utilizar a la infancia con tal de aumentar las ansias de manipular a su público se antoja harto tramposo. Tampoco ayudarán sus contantes abrazos a la abyección. Y para ejemplo de ello, dos secuencias ocurridas en un momento dado en el metraje. Cuando nuestro protagonista, por necesidad de alimentar al niño pequeño que tiene a su cargo, decide robar el biberón de una niña bebe, Labaki decide realizar una muy corta elipsis, ejemplo de elegancia y eficiencia narrativa. Pocos minutos después, repite la escena, esta vez con un patinete, recreándose en el lloro de los pequeños a los que roba. Algo que, como vimos antes, se podía extraer ya que ya estamos familiarizados con la crudeza del lugar, porque ya nos ha sido mostrada en los primeros compases del filme, y cuya reiteración tan solo sirve de subrayado inútil que busca el impacto y el efectismo.
Sin embargo, el peor aspecto de la película reside en el pequeño papel interpretativo que se guarda su artífice. La misma Labaki, decide aparecer en pantalla como abogada defensora del niño que denuncia a sus padres. Existe en esta apuesta cierta voluntad de nivelar su cine con la labor de quien da a conocer esta realidad y pretende acabar con ella. Finge sorpresa y estupefacción ante la situación, pero, contrariamente a lo que da a entender emocionalmente su personaje, ella se erige por encima de todo mirando por encima del hombro, personalizando cierta voluntad salvadora. La mirada de quien desde su posición nos muestra la realidad de un mundo al que no pertenece, y que pretende que los espectadores occidentales contribuyamos en su juego.
Frases destacadas:
- «Me duele en el corazón»
- «No quiero que traigan más hijos del mundo»
- «Apuñalé a un hijo de puta»