La historia oculta de la Dinamarca de posguerra como catalizador del drama más crudo y, a su vez hermoso en un largometraje sobresaliente.
Si algo ha demostrado el séptimo arte tras más de un siglo de trayectoria es que, en ocasiones, la creatividad y el ingenio a la hora de buscar premisas que consigan estremecer, cortar la respiración y remover conciencias y estómagos, quedan relegadas a un segundo plano en detrimento de la pura —y dura— realidad. Una maraña de devastadores pasajes históricos estrechamente relacionados a la condición del hombre como “lobo para el hombre” de los que, por suerte para aquellos con necesidad de ser sorprendidos o por desgracia para quienes los padecieron, aún muchos pertenecen ocultos.
El caso de “Land of Mine: Bajo la arena” (“Under sandet”, 2015), tercer trabajo escrito y dirigido por Martin Zandvliet, ejemplifica a la perfección este fenómeno de eventos velados dentro de un marco tan popular en el cine bélico como es la II Guerra Mundial, transportándonos a una Dinamarca post-ocupación en la que xenofobia, rencor y odio yacen enterradas tan cerca de la superficie como los dos millones de minas ocultas en sus playas, desactivadas por soldados alemanes adolescentes obligados a desempeñar la tarea sin ningún tipo de formación ni experiencia.
“Land of Mine: Bajo la arena” se erige como un largometraje de contrastes, revelando su secuencia de apertura sin ningún tipo de intento por maquillarlo el cincuenta por ciento de un código genético dominado por la crudeza más desasosegante. Un sentimiento de desolación constante potenciado por ese helador “gen danés” que transforma la cámara en una ventana hacia la realidad, transmitiendo cada golpe, cada mirada y cada gesto de rabia con una autenticidad escalofriante, sin ningún tipo de filtro o edulcorante.
Esto cobra mayor importancia al tener en cuenta que, más allá de los impactantes y sorpresivos giros de su impecable guión, y pese a contar con un elemento tan proclive al efectismo descerebrado como los explosivos como leitmotiv, toda la tensión y la violencia latente en el relato no va ligada a lo físico sino a sus consecuencias y lo estrictamente emocional; a unos personajes redondos y perfectamente definidos que, más allá de pólvora, metralla, arena y detonadores, conforman la verdadera alma de la película. Unos protagonistas que traen consigo esa otra mitad que convierte al trabajo de Zandvliet en una experiencia cinematográfica imprescindible.
Como antítesis a su vis más descarnada, “Land of Mine: Bajo la arena” hace gala de una belleza inusitada. Un esplendor que, de nuevo, trasciende a lo tangible, a los hermosos paisajes de las costas danesas y a una realización impecable que poco o nada tiene que envidiar al dominio de los entornos naturales de Terrence Malick, para volcar su cara más amable la relación entre el grupo de jóvenes artificieros y el férreo sargento encargado de su vigilancia. Una dinámica con una evolución previsible pero sumamente satisfactoria una vez los devenires del libreto comienzan a reajustar y moldear a los protagónicos y sus perspectivas sobre el conflicto.
Son esta metamorfosis, el claro mensaje antibelicista y el humanismo que termina transpirando una vez superados sus episodios más oscuros, los factores que acaban convirtiendo a “Land of Mine: Bajo la arena” en una de las obras clave dentro del cine bélico contemporáneo. Un filme que priva de todo significado a banderas, alianzas y fronteras y da al hombre una identidad común, humanizando a enemigos históricos en un desgarrador ejercicio de empatía y regalando al respetable una pieza brillante, sobresaliente y absoluta merecedora de su nominación al Oscar a mejor película de habla no inglesa.