Daniel Espinosa regresa con una cinta de terror y acción en el espacio que pese a tener pasajes más que lúcidos, parece renegar de su naturaleza.
En la secuencia de introducción de “Alien: El octavo pasajero” (“Alien”, Ridley Scott, 1979), la cámara, como si de una entidad fantasmagórica se tratase y después de unos títulos de crédito sobrecogedores, pululaba libremente por los pasillos de la Nostromo, presentándonos el espacio en el que transcurriría la historia y sumergiéndonos, de forma precisa y sin titubeos, en el tono de la que, a fecha de hoy, continúa siendo una de las mejores películas de terror de todos los tiempos. En contraposición a ella, la apertura de “Life” (Daniel Espinosa, 2017) deslumbra técnicamente con un interminable plano secuencia a través de la Estación Espacial Internacional durante una escena de acción al uso precedida por unos planos iniciales cuya banda sonora grandilocuente y su estética no terminan de encajar lo más mínimo en el conjunto.
Esta es sólo una pequeña muestra que evidencia la condición de monstruo de Frankenstein de “Life”; un filme que, pese a no resultar, ni mucho menos, el desastre que muchos pregonan, se alza como un producto con personalidad múltiple que no deja de ser una exploitation de la obra maestra de Ridley Scott. Un cóctel que no acaba de encontrar su identidad en el que convergen estilos a priori tan opuestos como el de la “Gravity” (2013) de Alfonso Cuarón y el del terror espacial de manual; subgénero que compone principalmente el núcleo del nuevo trabajo de Espinosa tras “El niño 44” (“The Child 44”, 2015).
Este hecho, que parece estar a medio camino entre la falta de un enfoque conciso sobre la producción y el exceso de ambición, es el gran palo en la rueda que evita que “Life” funcione como debería a juzgar por el gran número de elementos favorables con los que cuenta para ello. Porque cuando la cinta se muestra con su verdadero rostro, que no es otro que el de, simple y llanamente, una monster movie, se revela como una montaña rusa de acción rebosante de adrenalina de lo más disfrutable; con un diseño notable y un reparto repleto de nombres destacables que, tristemente, no consigue brillar con toda la intensidad que debería.
El problema que rompe este trepidante espectáculo, cuyo libreto es un ejemplo de cómo emplear la causalidad en un guión cinematográfico que desemboca en una máquina de efectos encadenados de lo más sofisticada, viene cuando Espinosa olvida la naturaleza de su largometraje, perdiéndose en conversaciones pseudointelectuales existencialistas y reincidiendo una y otra vez en evidenciar un subtexto sobre la paternidad que convierte la película en la mejor campaña contraceptiva que pueda concebirse. Unos deslices tonales que más que sumar enteros a un producto lo suficientemente atractivo de por sí, parecen querer aportar un contrapunto inteligente cuya única función es, en última instancia, frenar innecesariamente un ritmo de lo más irregular y generar la sensación de que “Life” se avergüenza de la sencillez que la hace destacar cuando deja abrazarse por ella.
El fin de fiesta que ofrece “Life” en su recta final, gamberro, tramposo y autoconsciente, choca frontalmente contra los primeros y erráticos compases de un filme que intenta encontrarse a sí mismo dando palos de ciego en todo momento. Un tercer acto que, precedido por el refinado y divertido tren de la bruja que salpica su metraje en sus momentos más lúcidos y honestos, consigue que el respetable abandone la sala con una sonrisa en la cara. Un gesto que, lamentablemente, irá desapareciendo rápidamente hasta hacerla caer en un olvido que podría haber sido evitado de haber jugado a una sola carta.