Oh Boy es la laureada ópera prima de Jan Ole Gerster, apoyada en una más que brillante interpretación de un joven Tom Schilling que soporta una regular apuesta sin riesgo y aprovechando el monótono panorama cinematográfico alemán.
Oh Boy es una tragicomedia al uso, donde un joven berlinés, sin oficio ni beneficio, es acosado por ese síndrome veinteañero donde la desidia es la respuesta única y posible ante un mundo sentimental y laboral decepcionante. Ante un ambiente de cansinas expectativas, Niko Fischer –Tom Schilling– decide dar un portazo a su castillo de mentiras tratando de ser absolutamente consecuente. Para ello, una vez abandonada su pareja, se muda a un apartamento con potenciales papeletas de convertirse en el agujero prototípico del solterón y se apoya en el subsidio económico de un padre adinerado mientras dure la mentira de sus estudios universitarios que ya dejó hace un par de años. Sin embargo, las expectativas de Niko no pasan por tomar el mando de su vida, sino por estirar hasta que dure la cuerda su condición de lúmpen europeo donde un halo de malditismo al ritmo de un jazz urbano son lo mejor que el protagonista puede ofrecer a la sociedad.
Ver antes de emigrar
Berlín, como epicentro del subsidio donde los jóvenes alemanes – y europeos- pueden dormitar y congelar las responsabilidades que la sociedad productiva espera de ellos, es un limbo que ofrece un hospedaje barato y una oferta cultural envidiable. Sostenido por el estado, soporta un grupo social nada despreciable que aprovecha tales facilidades para llevar a la práctica una disciplina vital hedonista y vanidosa tremendamente temeraria, basada en un pensamiento burgués crítico con la sociedad capitalista y consumista pero, contradictoriamente, perfectamente subsidiada por ella. Tales antagonismos conforman una psique que navega entre una actitud que se desprecia a sí misma, que altera la percepción interna del individuo y que conduce hacia una agotada renuncia al futuro. Esa tristeza lánguida y conformista, como una patología, persigue a Niko Fischer quien deambula por las calles de ese cobijo urbano con la simple esperanza de tomar un café al uso -no pervertido por el modernismo turista- emborracharse, o evitar cualquier contacto humano que pueda desembocar en un acto de reflexivo o crítico sobre su propia actitud. Así las cosas, la película no deja de ser una retahíla de desgracias que, basándose en la famosa máxima Alleniana de “drama + tiempo = comedia” tratan de convertir a Oh Boy en una simpática radiografía de la actual mentalidad juvenil europea. Apoyándose en una acusada influencia del cine independiente de los años noventa -retrotraerse a la Nouvelle Vague es algo temerario- el filme rueda por una cómoda autopista de clichés del cine alternativo no como campo de exploración, sino como lugar conocido y apacible donde el realizador se encuentra cómo pez en el agua. Blanco y negro -digital- y jazz, para dar un tinte moderno a una cinta entretenida pero poco arriesgada.
Sin duda, la mayor aportación de Oh Boy es la de su actor protagonista -recordemos: Tom Schilling-, quien aguanta notablemente todo el metraje, sin grandes aspavientos ni exigencias extravagantes en el guion. De todos modos el filme no es un cliché propio de la exportación del cine alemán, incluso el director se permite una ácida critica sobre este tema en una secuencia -tal vez, la mejor de la película- donde nos sumergimos en un plató cinematográfico donde están rodando una película sobre la Segunda Guerra Mundial.
En definitiva, buena ocasión para conocer el Berlín actual y sus moradores así como para entretenerse con un filme alemán sin uniformes ni moralejas, de factura adecuada aunque algo falto de propuestas innovadoras.
Frase destacada de Oh Boy
Niko: «¿Podrías decirme su nombre?»
Enfermera: «No me lo permiten»