El mayor de los absurdos y la acción marca de la casa W.S. Anderson se dan de la mano en un placer menos culpable de lo que podría parecer.
Quince años le ha costado al señor Paul W.S. Anderson dar carpetazo y clausurar —¿definitivamente?— una de las pocas sagas cinematográficas que han logrado salir, no digamos airadas, sino menos peor paradas, de la probadamente complicada gesta de adaptar un videojuego a la gran pantalla. Una década y media de muertos vivientes, sangre, balas y criaturas varias sedientas de sangre que arrancó con una cautivadora Milla Jovovich que parecía resumir la naturaleza pasada de vueltas de la embrionaria franquicia con su vestuario —vestido rojo y chupa de cuero—, y que generó tanta repudia entre la crítica como buenos resultados en taquilla, recaudando las cinco primeras entregas más de 900 millones de dólares con un desembolso no superior a los 250.
Si por algo se han caracterizado todas y cada una de las secuelas de “Resident Evil”, ha sido por la sólida combinación de terror sin aspiraciones al infarto, y de una acción caótica, espídica y descerebrada con capacidad para cortar la respiración. Estas señas de identidad, para las cuales el señor William Scott Anderson —de ahí vienen la ‘W’ y la ‘S’— ya había demostrado aptitudes suficientes en su debut “Shopping” (1994) y, especialmente, en la aterradora joya de ciencia ficción “Horizonte Final” (1997), vuelven de la mano, y en cantidades industriales, en un “Capítulo Final” cuya máxima parece centrarse en aludir al “más es mejor”.
“Resident Evil: Capítulo final” (2017) cierra la historia de Alice, sus clones, y el maléfico plan de la infame corporación Umbrella con un más difícil todavía en cuanto a niveles de absurdo y estupidez se refiere. Una auténtica sobredosis de disparate narrativo con personajes pasados de vueltas y desafíos constantes a las leyes de la física que no puede ser calificada de otro modo más que de delicia absoluta, diseñada para ser disfrutada con una pequeña parcela del cerebro activa. Una retahíla inagotable de secuencias de acción tan estimulantes como caóticas en la que los pocos momentos de calma y diálogo se permite referenciar sin pudor alguno a la mismísima “RoboCop” (Paul Verhoeven, 1987) en un ejercicio de auto-fagocitosis de tales dimensiones que invita a la complicidad, consiguiéndola gracias a su honestidad y extraño carisma.
Da la sensación de que el director y su equipo han alcanzado una suerte de cenit de autoconsciencia; de saber a ciencia cierta que esta sexta parte no es más que el golpe de efecto en un chiste demasiado largo que debía terminar de un modo u otro. El resultado entra en la liga de la cinta original y de la segunda secuela, estrenada bajo el título de “Resident Evil: Extinción” (Russell Mulcahy, 2007), ofreciendo diversión sin concesiones, aunque carente de momentos memorables, a años luz en cuanto al balance entre calidad y bochorno de sus hermanas “Apocalipsis” y “Venganza”, siendo, sin lugar a dudas, lo más apreciable de de esta “Resident Evil: Capítulo final” poder ser testigos de cómo Milla Jovovich, ya pasada su cuarentena, reivindica el papel de la mujer madura como heroína de acción; luciendo espectacular, pasándoselo en grande dando vida a tamaña máquina de matar, y poniendo la guinda en un pastel de necesaria lectura feminista que, tristemente, ha pasado desapercibida durante seis largometrajes.
“Resident Evil: Capítulo final” es una película tan irregular como necesaria; tan vacua como fascinante. Con grandes películas de infinita calidad y decenas de nominaciones a los grandes premios de la temporada llegando a nuestras carteleras, optar por esta violenta orgía de destrucción se antoja similar a una situación en la que un crío, teniendo en casa una videoconsola de última generación conectada a un televisor de cincuenta pulgadas, disfruta y se divierte considerablemente más jugando a intentar que una botella de agua aterrice de pie en la plaza del barrio. Porque, a veces, el placer se encuentra en las pequeñas cosas.