Mar. Mar 19th, 2024

En mitad de una pandemia que nos ha obligado a cambiar la forma en la que nos relacionamos y que, además, parece haber condenado definitivamente a las salas de cine, Tsai Ming-liang nos ofrece «Rizi (Days)».

En busca de una plasticidad singular

En esta obra de tiempos radicalmente aletargados —como viene siendo habitual en la filmografía del cineasta—, básicamente presenciamos dos encuentros: por un lado, el de dos individuos solitarios que Tsai Mingliang define, especialmente, a través de una minuciosa representación de sus cuerpos y, por otro lado, el de la comunión entre pasado y presente mediante un objeto tan sencillo como puede ser el de una pequeña caja de música.

La película se inicia con el sonido de la lluvia, un elemento muy usado por Tsai Ming-liang que, sin embargo, nunca se hace repetitivo. De alguna manera, le sirve para marcar el compás y el tono de su obra, representando, asimismo, el entorno triste, melancólico e incluso decadente que muchas veces rodea a sus personajes. Posteriormente, aparece uno de los dos individuos que protagonizarán el filme. Filmado tras una ventana, vemos a Lee Kang-sheng, el actor fetiche de Ming-liang. Su compostura, el ritmo de su respiración, la aparente inmutabilidad de su rostro y la duración del plano son claros indicios de los derroteros por los que nos llevará el director. El otro protagonista está interpretado por Anong Houngheuangsy y su presentación — con la cámara situada detrás de unos barrotes, recurso que se repite durante el filme— es, sin duda, muy sugerente respecto a su condición individual y su deseo de escapar de una realidad que, en cierto modo, lo aprisiona.

En el segundo plano del filme volvemos a ver a Lee Kang-sheng, ahora reposando en una bañera. La posición de la cámara junto con la postura corporal del actor y el espacio que ocupa en el encuadre resaltan aún más su fisicidad, concepto que será clave a lo largo de la película. A todo esto, deberíamos añadir que se puede detectar la sutil presencia de unos reflejos fluctuando en el agua alrededor del personaje. Esta sutil fluctuación puede sentirse en otros momentos del filme y, en general, consigue que sus duraderos planos estáticos en los que ningún personaje parece realizar ninguna acción o movimiento no parezcan simples imágenes paralizadas. Nos referimos a elementos fluctuantes que pueden ser de carácter etéreo, por ejemplo, los reflejos que se crean en la bañera, en los espejos rotos de un rascacielos o en el vidrio de una parada de autobús; el humo de esa especie de acupuntura que vemos en una escena del inicio del filme; la sombras creadas por los rayos de sol que inciden en las habitaciones; el sonido de un viento algo más natural en aquellos momentos en los que los personajes se alejan del entorno urbano; la melodía de una cajita de música… Sin embargo, también pueden ser componentes de la puesta en escena mucho más materiales, como es el caso de un gato prácticamente indetectable paseándose por el rascacielos que acabamos de mencionar, un helicóptero aterrizando al fondo de un plano o unos peces aprovechando sus pocos segundos de libertad.

Ecos de la melancolía chapliniana

Así pues, las fluctuaciones que se crean en las milimétricas composiciones fílmicas de Tsai Ming-liang dotan a sus imágenes de una plasticidad especial que configura una especie de marco alrededor de los personajes el cual toma forma definitiva tras un encuentro en el que la representación corpórea de estos alcanzará su máximo exponente. Durante el filme, Ming-liang se ha molestado en mostrarnos explícitamente el cuerpo de sus protagonistas, dando la oportunidad al espectador de sentir la textura de su piel, percibir el minimalismo de sus gestos o fijarse en la invariabilidad de sus rostros. En la escena como la de la acupuntura de Kang-sheng o la ducha de Houngheuangsy parece que la cámara explore su fisicidad. Este drástico acercamiento contrasta, a la vez, con la distancia que parece adoptar la cámara respecto a la puesta en escena en los compases iniciales de la película. Tsai Ming-liang no invade el espacio íntimo de sus personajes, ahora bien, no tiene ningún inconveniente en aproximarse a ellos si eso implica poder indagar en sus cuerpos, en el caso del personaje de Kang-sheng, marcado por un dolor de cuello que puede ser interpretado como una exteriorización del sufrimiento interno del personaje.
Las aproximaciones corpóreas le permiten a Tsai Ming-liang construir paulatinamente las bases para que sintamos de forma mucho más palmaria el encuentro sexual que Kang-sheng y Houngheuangsy mantienen a mitad de película en una habitación de hotel. La escena tiene una duración cercana a los quince o veinte minutos y está estructurada en solamente dos planos. En el primero, se nos muestra el cuerpo entero de Lee Kang-sheng, que está siendo masajeado por Houngheuangsy. En el segundo, el plano es mucho más cerrado, por lo tanto, solo vemos medio cuerpo de Kangsheng, que sigue recibiendo las caricias de su acompañante hasta que, al final, termina explotando toda la tensión acumulada durante la escena en un roce sexual de lo más pasional y físico, subrayado por el rastro aceitoso que dejan los personajes en el cuerpo del otro tras el intenso restregamiento mutuo. Pese a que este encuentro representa uno de los clímax de la película, es dos planos más adelante cuando, tal y como señalábamos al inicio, asistimos al segundo gran encuentro del filme.

El personaje de Houngheuangsy, al parecer, no ha resultado ser solamente un masajista, también es algo así como un gigoló. Kang-sheng, pues, le paga los servicios ofrecidos, no obstante, le regala también una diminuta caja de música en la que suena la canción escrita por Charles Chaplin para «Candilejas« (Charles Chaplin, 1952) una de sus películas más tardías. Si hace unos minutos veíamos como los dos cuerpos se unían físicamente, la melodía de Chaplin, que suena sin cesar, es la que los une espiritualmente en un larguísimo plano estático en el que vemos toda la habitación con los dos personajes sentados al borde la cama. Queda definitivamente conformado el eco de la melancolía chapliniana, aquella que, al igual que las previamente analizadas fluctuaciones, ha estado siempre presente en la obra. La melancolía del pasado, representada a través de la canción de Chaplin, se encuentra con la del presente, retratada con sublimidad por la imagen creada por Tsai Ming-liang.
Los dos personajes abandonan la habitación y, aun manteniéndose en el mismo plano, se apagan las luces y el espectador observa durante varios segundos el vacío que han dejado en la habitación tanto los cuerpos como la melodía. Posteriormente, los dos protagonistas deberán hacer frente a este vacío y Ming-liang lo expresa con un extenso primer plano en el que un abatido y pesaroso Kang-sheng nos brinda un momento absolutamente memorable. De su mirada impenetrable e intensamente dolorosa, surge una lágrima casi inapreciable que se desliza muy lentamente por su rostro. Un elemento diminuto del que Tsai Ming-liang y Lee Kang-sheng consiguen sustraer toda su esencia para convertirlo en algo profundo y enormemente desgarrador.
Por último, llegamos, al plano con el que concluye el filme. El personaje de Houngheuangsy repite una acción que ya le hemos visto hacer más de una vez en la película: esperar. En este caso, sentado en una parada de bus en la que se proyectan luces y reflejos nuevamente fluctuando alrededor de los personajes. Pasados unos segundos, saca la caja de música que le ha regalado Kang-sheng y la hace sonar. El ruido y velocidad de la ciudad difieren con su actitud mucho más contemplativa y chocan con la melodía y el ritmo de la canción de Chaplin. Ahora bien, la importancia del momento recae en el reencuentro entre pasado y presente. El personaje hace sonar la caja de música y une su furtivo y pasional encuentro con su solitario presente. Se refugia en una melodía que, a estas alturas ya no de la película, sino de la historia del cine, ha devenido un símbolo de la coexistencia del hombre moderno con una soledad de la que escapa solamente gracias al encuentro con otra alma solitaria. Una vivencia excepcional que acabará deviniendo un mero recuerdo en el que refugiarse, un tiempo pasado evocado justamente por la canción escrita por Chaplin hace casi setenta años.

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