La sexta película de Xavier Dolan levanta opiniones contrariadas entre la redacción, es por ello que le dedicamos una crítica doble.
Avalado por sus premios en los más prestigiosos festivales del mundo, el joven Xavier Dolan sigue dando muestras de su precoz talento a la hora de confeccionar una identidad autoral propia. Si bien sus tres primeros filmes, llegando a la redondez exquisita en «Laurence Anyways» (2012) destilaban ecos de Godard, Wong Kar Wai, Almodóbar e incluso Kubrick, fue a partir de su cuarto trabajo, la poco reconocida «Tom à la ferme» (2013), que el canadiense empezó a desligarse de sus referentes para atacar una cinta impregnándola de su personalidad. Un thriller seco, con un juego cromático apagado de contrastes y una serenidad que se alejaba del histerismo del que hacian gala tanto su filmografía anterior como las dos películas que la preceden. Una calma de la que huyó como hemos indicado en «Mommy», donde retomó la obsesión maternofilial y la explosión melodramática desde un envoltorio formal único y que parece haber conservado, en cierta medida, en esta su nueva cinta, «Solo el fin del mundo».
En esta adaptación teatral de Jean-Luc Lagarce, Xavier Dolan sigue experimentando con la evolución de su carrera cinematográfica. Salvo que en esta ocasión, el resultado se antoja un tanto extraño. Seguimos encontrando sus habituales flashbacks musicales, aunque se evitan ensoñaciones o metáforas visuales, tomando cierta esencia videoclipera meramente narrativa lejos de la profundidad o el significado poético mostrado en obras anteriores. En ocasiones incluso parece abrazar la gratuitidad o la mera provocación, véase el desconcertante uso del tema musical Dragostea din tei, una sensación cuanto menos extraña, a medio camino entre el ridículo y la genialidad. Por otro lado, otra novedad en su aspecto visual, es el uso artificial de la luz, oscureciendo e iluminando el escenario, casi como un guiño teatral, dependiendo de la abertura emocional de los personajes, un recurso original aunque quizás utilizado sin demasiada sutileza.
Por otro lado, «Solo el fin del mundo» puede tornarse un visionado algo molesto por lo previsible de su estructura, las conversaciones entre el protagonista y los miembros de su familia tanto en conjunto como por separado. En sus primeros inicios, en la fusión de la vertiente cómica con la presentación de los diferentes miembros de la familia, la narrativa se antoja, a propósito, torpe y vergonzante. Un intento de representar el ridículo de la situación que se aprecia desde sus inicios y que quizás el guion alargue demasiado en sus primeras secuencias. Tampoco convence del todo su resolución, jugando a contrastar la frialdad con la explosión histérica, un cambio de registro que lejos de ser catártico acaba provocando el hartazgo del espectador.
Desde luego que Xavier Dolan innova y juega al artificio con su nuevo filme, aunque está claro, que su radicalidad en esta obra, generará diferentes opiniones a partir de la empatía subjetiva del espectador. – LUIS SUÑER
Un paso lógico en la carrera de Dolan
A priori, “Sólo el fin del mundo” puede parecer un paso en falso en la filmografía del joven terremoto canadiense, sin embargo, se trata de uno lógico, realizado con firmeza y tenacidad. Xavier Dolan, el cuál fue l’enfant terrible del cine, el cuál fue tachado de narcisista y ególatra persiste en su objetivo de “objetivizar” sus películas, de reflejar un imaginario personal pero sin ser el absoluto protagonista. Y aunque casi lo consigue en la mayoría del metraje, en el primer plano de la película los más habilidosos descubrirán el pastel: Un viaje de avión nocturno. Suena “Home is where it hurts” de Camille. Unas manos cubren la mirada de Gaspard Ulliel, que, vestido con un atuendo típico del director, se configura como una versión adulta de éste. Dolan no aparece en la película, pero sí lo hace un posible Xavier treintañero.
Pese a atreverse con un guion ajeno, la obra teatral de Lagarce, Dolan no duda en echar mano de sus recursos, consiguiendo elaborar sobre un texto ya dado, momentos de una belleza visual arrebatadora (esos flashbacks musicales), otros absurdos (el baile de Dragostea din tei) y otros terriblemente histéricos (esa cadena de gritos final que lleva a la desesperación de los personajes y los espectadores).
El trabajo de Dolan se va puliendo filme tras filme, consiguiendo cada vez una mayor sobriedad en la puesta en escena y en la configuración de los personajes. A su vez, también se denota una madurez en el discurso y un deseo por explorar los temas del mundo adulto, que cada vez siente más cercano. Por el contrario, los actores de “Sólo el fin del mundo” demuestran que el dispositivo Dolan (ese primerísimo primer plano, esos vestuarios, ese arrebato de emociones…) no es apto para estrellitas del cine. Mientras que Dorval y Clement han aguantado más allá del límite y nos han ofrecido algo extraordinario en “Mommy”, ni Seydoux, ni Cassel ni la mismísima Cotillard salen ilesos del formato. Con la palma de oro puesta en Ulliel, que pese a su físico, resulta tremendamente solo y apático, todos demuestran que son actores mediocres, incapaces de transmitir algo veraz en unas condiciones tan exigentes. A excepción claro está de la estupenda actuación de Nathalie Baye.
Las actuaciones son una de las únicas pegas de esta cinta que realmente se configura como un paso firme en la carrera de Dolan, uno que era necesario realizar antes de entrar en la industria de Hollywood y su star system. – MARINA CISA