Greg Kinnear protagoniza el debut del director Josh Boone, una cinta repleta de lugares comunes lastrada por su excesiva indefinición y autoindulgencia.
El primer desafío de un director que además es el encargado de la ardua labor consistente en escribir un libreto que posteriormente llevará a la pantalla es decidir, en base a sus capacidades, al presupuesto, o simplemente sus afinidades a la hora de plasmar en imágenes una historia, si opta por agradar al público masivo que acude a las salas con la única pretensión de olvidar sus circunstancias bajo el efímero solaz del drama ajeno o, por el contrario, si prefiere dotar a su trabajo de un aire más independiente y personal que le haga perder espectadores pero le permita esquivar el remordimiento que engulle la nadería multimillonaria. En algunas ocasiones, el realizador avezado es capaz de aunar ambas facetas pero es más habitual que en el proceso de fusión se llegue a un punto de indefinición que desemboca en lo mediocre.
En el caso de Un invierno en la playa, de título original Writers, asistimos a un debut en el que Josh Boone es presa de su propia ingenuidad, quizá consecuencia directa de su inexperiencia. La cinta no deja de ser un brochazo tosco decorado de manera casi infantil a base de pincelazos de intelectualismo que únicamente sirven para el lucimiento de un director que trata de insinuar que bajo la absorbente capa de lugares comunes existe otro inmenso universo de referencias literarias que no ha podido mostrar por diversas razones. O lo que es lo mismo, queda patente que Boone ha leído a Salinger y Richard Ford pero la película, por utilizar un símil novelesco, es más parecida a un best-seller del peor Ken Follet dirigido al gran público.
Un invierno en la playa cuenta las vicisitudes de una familia de escritores en diferentes edades. La historia abarca temas universales como el proceso de creación, el divorcio, las dificultades parentales, la infidelidad o los problemas de drogadicción desde un prisma demasiado tópico, cercano incluso al insoportable aroma telefilmesco de un sábado por la tarde lluvioso. Por si fuera poco, las relaciones familiares vienen marcadas por una excesiva indulgencia hacia el hombre como elemento sufriente, víctima nítida de la problemática mujer que solo encuentra redención en una aventura extramatrimonial que se soslaya durante gran parte del metraje.
Es cierto que se sigue con facilidad, es hasta cierto punto entretenida y goza de una banda sonora atinada. Además, la aparición de Greg Kinnear en el papel protagonista levanta la función sin demasiados alardes, pero ese sentido del humor que trata de imitar sin pudor a la infinitamente erosionada por sus seguidores Pequeña Miss Sunshine y la interpretación de Jennifer Conelly, que cuenta con un papel que prácticamente se podría denominar de figurante y responde más al propósito promocional de un film que seguramente pasará desapercibido, restan puntos a un conjunto demasiado previsible que recuerda, en lo que se refiere a los desatinos de una familia disfuncional, a la irregular Los chicos están bien. Por cierto, las dos bebían descaradamente de una de las series más maravillosas que ha dado la HBO, A dos metros bajo tierra. Y también en ambas se adivinaban las ansias de sus respectivos directores de purgar sus demonios del pasado apuntando con el dedo acusador al género, diferente en cada película, causante de sus problemas.