Yoji Yamada revisita el clásico de Ozu desde la veneración por su maestro y una meritoria capacidad de renovación.
La necesidad de un remake siempre resulta debatible. Howard Hawks en Luna Nueva adaptó el clásico de Lewis Milestone y Billy Wilder hizo lo propio unas décadas más tarde en la magistral Primera Plana. En las antípodas de la originalidad encontramos al errante Gus Van Sant con el obsceno plagio de Psicosis. La diferencia entre ambos casos es que, mientras la primera se entiende como una obra cuya voluntad de renovación y respeto a las claves de la cinta primigenia la elevan a la categoría de película imprescindible, la segunda no deja de ser un producto censurable que responde a las necesidades económicas de un director en horas bajas.
Cuentos de Tokio es considerada de forma unánime una de las grandes películas de la historia del celuloide. Así, ante la perspectiva de una nueva versión es comprensible que tanto el respetable como la crítica se muestren cuanto menos cautos, temerosos de que un director pretencioso se atreva a destrozar el clásico con el valor que arroja la arrogancia. Y, bajo estas dudas, aparece en la cartelera Una familia de Tokio, cincuenta años después de que lo hiciera la película de Yasujiro Ozu. Respiren tranquilos, compañeros, Yoji Yamada ha sabido captar a la perfección el espíritu de su maestro y, lo que es más importante, ha sido capaz de tener el humilde atrevimiento de actualizar las relaciones familiares, rehacer, eliminar y ampliar diferentes escenas y tramas y, a fin de cuentas, revitalizar el clásico desde la más profunda veneración a sus raíces.
Cuentos de Tokio narraba las vicisitudes de una familia japonesa sumergida en las secuelas de la Segunda Guerra Mundial. Ozu mostraba con pulso firme la pérdida de valores que golpeaba con fiereza a los jóvenes del país asiático a través del abandono que sufrían una pareja de venerables ancianos de provincias que visitaban a sus hijos afianzados en la capital. Yamada traslada el desastre a nuestro siglo. La catástrofe de Fukushima y el tsunami de 2011 unidas a la extraña modernidad de la capital – la escena en la que el autobús turístico recorre las inmensas luces de neón del barrio en el que los jóvenes desfogan sus pasiones más freaks es una buena muestra- sobrevuelan dramáticamente cada rincón del metraje.
Algunos personajes también han sufrido cambios. Infinidad de brevísimos planos nos introducen en el nido familiar de un médico con dos hijos insoportables y una esposa que más parece la asistenta doméstica – en esto se mantiene idéntico al original -. Poco más tarde aparece Shigeko, esteticista y quizá el personaje más abiertamente despreciable como también sucedía en la película de Ozu. El papel de Tomiko, madre orgullosa de su estirpe que acepta con resignación los contínuos desplantes de sus hijos resiste inmune al paso de los años Es, sin embargo, en la figura del cabeza de familia donde se aprecia la primera diferencia. Yamada ha sustituido al entrañable sexagenario de sonrisa amable por un malhumorado anciano de gesto severo desencantando con el rumbo que han tomado las trayectorias de su progenie. Esta decisión supone un acierto absoluto que se explica en la aparición de Shuji, en la original fallecido durante la guerra, en Una familia en Tokio un joven escenógrafo despistado pero de buen corazón que no cuenta con la aprobación de su padre y aparece tan ausente como su homónimo, y de Noriko, su pareja, el único personaje sin doblez que respeta y venera la sabiduría de sus mayores.
Son estos dos matices los más loables y explican por si solos la virtud principal de Yamada: el talento para efectuar cambios sin estridencias que, atreviendome aquí a realizar una afirmación que puede escandalizar a los más puristas, incluso mejoran una película que resultaba casi perfecta en su apabullante sencillez.
Una familia en Tokio respira con vida propia. Es una cinta tan delicada y diáfana como demoledora en sus conclusiones. Es, por un lado una excelente descripción de la familia japonesa, carente de cualquier gesto afectivo, fría, egoísta e irrespetuosa – “Se tiene que morir justo ahora que estoy tan ocupada” asevera Shigeko ante la noticia del desvanecimiento de su madre. “Deberíamos coger el último ferry antes de que llueva”, comenta Koichi tras el funeral” – y por el otro, de un Tokio en el que residen una vorágine de autómatas absorbidos por sus tribulaciones que no tienen lugar para ofrecer a la tercera edad las atenciones que merecen. Un homenaje a algunos lugares que merece la pena volver a visitar.
Frases destacadas:
– Shukichi: “El futuro es incierto y es un mundo lleno de dificultades, pero si te casas con mi hijo podré morir tranquilo”.
– Tomiko: “Es difícil dormir en una cama tan espléndida”.
– Shuji: “¿Y quién va a defenderme a mí ahora?”.