Hay algo mágico en la cotidianeidad, algo que habitualmente ignoramos y que nuestros ojos dejan escapar. Son esos momentos que forman la base de las historias de Cesc Gay (Barcelona, 1967). El director catalán debe pensar que no hay nada más sugerente que los devaneos de esos personajes que se deslizan con discreción por nuestras vidas y cuyas historias parecen comunes, pero muchas veces son únicas. En su última película, “Una pistola en cada mano”, cuenta las miserias de hombres que deambulan frente a su cámara, diminutas radiografías que pueden ocurrir en cualquier momento y en cualquier lugar.
¿Por qué has decidido trabajar en un formato de capítulos?
Es lo que configura la esencia de la película. Escribí primero la historia de Leonardo y de Eduard y me pase unas semanas intentando hacer una película sobre ese encuentro. Hasta que me di cuenta de que el formato, el contenedor, es muy importante y que este tipo de diálogos tenían interés y sentido si eran cortos, si terminaban. Y a partir de ahí un día le dije a Tomás (Aragay, con el que suele escribir sus guiones) que quería escribir varios momentos de varios tipos desde el humor o desde un intento de humor para darle a lo masculino, capítulos que suceden a lo largo de un día en la ciudad y al final los juntamos. Más de cinco historias no quería hacer. Cinco encuentros con una premisa también, y eso lo he contado poco, que era que en cualquier momento se pudieran terminar. Eso genera una tensión añadida a ese diálogo. Si los hubiera sentado en un bar a tomar un café, estaría en otra película. Todos se pasan el rato diciendo “bueno pues me voy”. Esta frase sale en la película como veinte veces porque eso me gustaba.
¿Cómo has conseguido crear ese vínculo entre los actores?
Con confianza. Lo que tiene que hacer un director o los actores es conocer a la persona lo primero, ser muy paciente, también entre nosotros, y generar confianza para sencillamente permitir el diálogo.
¿Has tenido problemas con unos actores tan consagrados?
No, no más que si hubiera hecho una película con doce actores desconocidos y underground. Al final es todo lo mismo, hay un director, un texto, un actor, y esta es gente normal. Si te viene una estrella y de pronto te aparece el asistente por detrás pues vamos mal, pero no es el caso. Todo esto nació de un envío del guion por mi parte a los actores, no ha habido representantes de por medio. Ha sido muy fácil en ese sentido.
La infidelidad es un componente que siempre aparece en tus películas…
Es uno de los grandes conflictos que están siempre en medio de las relaciones. Cuando ocurre esa situación es tremendo. Pasó en “En la ciudad”, con la historia de Eduard, y aquí fue el eje central de la de Ricardo Darín. Pero realmente no es el fundamento, lo que he intentado es subrayar o darle vueltas a toda una serie de cosas que son estúpidas y que hacemos los tíos. Ricardo (Darín) ensayando me decía “¿pero este tipo se cree lo que está diciendo?” y le decía que sí, que ese tipo lo que realmente quiere es no perder. Somos capaces de armarnos de unas estrategias absurdas para no asumir la derrota y ahí es donde nosotros metíamos el ojo. Leonardo (Sbaraglia), por ejemplo, refiriéndose al psicólogo, dice “hay que dejarse ayudar”. Cosas que nos cuestan mucho a los tíos. Hicimos una lista de cosas con Tomás y a partir de ahí empezamos a reconstruir la historia que se podía contar para subrayar eso.
Hay una frase que aparece en la película y que resume muy bien la idiosincrasia de tu cine, “somos de una manera pero intentamos parecer de otra”…
Si, yo creo que es un eje de mis pelis, siempre me ha fascinado. “Hay muchos mundos en este mundo”, como dice David Lynch y aplicado a las personas es algo así. Esa frase la decían tres personajes en la película y no tenía claro cual sería el del montaje final. La decía Ricardo también. Pero al final se la dejé a Leonor en relación a Alberto. Me gusta utilizar ese elemento porque me parece interesante que, aunque no todos seamos así, por un lado esté lo que se muestra y por otro la intimidad.
Al contrario de “En la ciudad”, el hombre aparece esta vez mucho más debilitado y silencioso, en comparación con la mujer…
“En la ciudad” era una película muy hermética, en el sentido que nadie contaba nada. Me gusto mucho lo que Mónica López dijo en una entrevista, “Sí, sí, hablamos mucho pero no hablamos de lo que tenemos que hablar”. Son maneras diferentes de funcionar, como ha dicho también Leonor, “por mucho que hables, no estás hablando de lo que tienes que hablar”. En el fondo todos también somos muy iguales, ocultamos, nos protegemos en definitiva. Pero de entrada ellas son más verbales, eso está claro.
¿Cómo has conseguido darle tanto ritmo a una película basada en capítulos?
Tiene su ritmo a la hora de hablar, tampoco hay muchas pausas y luego hubo una exigencia en la segunda o tercera escritura de guion. Repasaba bastante el texto con Tomás para no tener diálogos reiterativos, para no estar demasiados segundos hablando de lo mismo, que fuera como una escalera. Tenía visualmente esa imagen de una escalera, de ir para delante siempre, que pudiera sorprender, que nunca estuvieras oyendo lo que crees que tenemos que oír, que no fuera discursivo, toda la acción estaba en el diálogo Y ahí había que hacer ese ejercicio. No quise hacer cosas raras en los planos. Me acuerdo que con el director de fotografía pensábamos en que la acción no daba para grandes virtuosismos, pero crear esa dinámica se convirtió también en un reto.