—“Mala de cojones. Casi me duermo en el cine.”
—“Madre mia que estafa!!!! Malísima!!! No vayáis al cine a verla, es una perdida de tiempo y de dinero!”
—“Es una broma… mala, pésima, lenta, aburrida.”
—“No no deja a nadie indiferente,malísima donde las e visto pero mala deberdad.”
—“Ni miedo ni sobresaltos ni nada Q decepción!! Un tostón!! Una mierdaaaaa!!”
—“Una de las mayores mierdas que he visto en mi vida”.
Estas seis frases, extraídas de manera literal —faltas ortográficas inclusive— de la página oficial de Universal Pictures Spain en Facebook, son sólo una pequeña muestra de los cientos de comentarios vertidos por una turba de espectadores descontentos —por no decir cabreados— en su cruzada personal contra la película “La bruja” (“The Witch”), dirigida por el primerizo Robert Eggers. Una guerra abierta 2.0 en la que confrontan a una distribuidora que no ha vendido su película con toda la honestidad que cabría esperar en su campaña publicitaria, y a la que se ha unido un reducto de defensores con palabras tan buenas hacia el filme como vejatorias para sus detractores.
A título personal, he de apuntar que considero a “La bruja” como uno de los mejores ejercicios dentro del prolífico género del terror que se hayan podido disfrutar en muchísimo tiempo. Su mimo a la hora de crear una atmósfera densa e irrespirable, su cadencia lenta regada por largos y turbadores zooms, su apuesta por generar un horror puro y cerebral que huye de la superficialidad del susto prefabricado en la mezcla de sonido… la lista de alabanzas que se pueden verter sobre esta ópera prima se antoja interminable y, hasta cierto punto, irrebatible. No obstante, he de romper, en cierto modo, una lanza a favor del numeroso público que se ha sentido defraudado por el largometraje, y al que un nutrido grupo de infalibles cinéfilos de exquisito paladar —nótese la ironía— está tildando de “garrulos”, “analfabetos” o “canis”, además de recomendarles expresamente ver “A todo gas” o “Gran Hermano Vip” y dejarse de obras de arte que jamás entenderán.
Hablando sobre el tema, un buen amigo —y mejor guionista—, volvió a acertar de lleno con una de sus sentencias: “Ver Sálvame no te convierte en gilipollas; pensar que ver las noticias te hace inteligente, sí.”. Esta frase sienta como anillo al dedo a la maraña de exabruptos, ofensas personales y pedanterías varias vomitadas, probablemente, por el mismo grupo de seres de moral e inteligencia superior que corren a Twitter frotándose las manos cada vez que un especial informativo interrumpe la emisión de “Mujeres y hombres y viceversa”; excusa perfecta para vejar a los seguidores enfervorecidos del programa que protestan por el cambio repentino y, ya de paso, para alimentar sus egos e ínfulas de superioridad mientras lamentan que el voto de “esta gente” valga lo mismo que el suyo en las elecciones.
Los motivos que conducen a “esta gente” a pregonar en redes sociales duras críticas remarcando la supuesta mala calidad de “La bruja” son tan comprensibles como en absoluto merecedores de mofa alguna, siendo la primera responsable de la incesante lluvia de palos la división de marketing de Universal Pictures y su desafortunado enfoque de campaña. Desde que Warner y Touchstone Pictures destruyesen por completo la experiencia de ver por primera vez “La joven del agua” y, especialmente, “El bosque” respectivamente, vendiéndolas como cintas de terror al uso, no recuerdo un tráiler que diese tanto lugar a confusión como el que promociona el debut de Eggers. Los spots emitidos en televisión hacen gala de un lenguaje que sugiere, acompañado de la típica voz grave prometiendo noches de insomnio, un carrusel de sobresaltos más propio de cualquiera de las joyas del género dirigidas por James Wan que del asfixiante retrato histórico que comparte más código genético con el cine de Dreyer que con “Insidious”.
Esta generación de expectativas y la consiguiente decepción del respetable, ávido de jumpscares, gore, dinamismo y golpes de sonido, invita a reflexionar sobre la naturaleza del espectador de multicines y su concepción de un cine de género al que asocian con efectismos y gritos en un ambiente festivo, y en el que no hay cabida para los ritmos pausados y subtextos reflexivos. ¿Dice esto algo en contra de su inteligencia? Ni mucho menos; tan sólo evidencia la predominancia de un tipo de producciones que, mejores o peores, abarrotan patios de butacas y revientan taquillas, sentando las bases de lo que, presuntamente, debe ser el cine de terror.
No es de extrañar que las acogidas más entusiastas recibidas por “La bruja” provengan, en su inmensa mayoría, de un público de festivales especializado, con mayor bagaje, y abierto a un espectro de obras infinitamente más amplio que las que puedan llegar a las salas comerciales de nuestro país. Esto les —o, mejor dicho, nos— da cierta ventaja al enfrentarse con una mentalidad más abierta a largometrajes como el que nos ocupa, pero, ni por asomo les sitúa un escalón por encima a ningún nivel posible en esa pirámide ficticia que representa el clasismo cinéfilo.
Decía el inspector Harry Callahan en “La lista negra”, la quinta y última entrega de la saga iniciada con “Harry el Sucio”, que “Las opiniones son como los culos, todo el mundo tiene uno.”. Esta máxima cobra aún mayor sentido cuando gira en torno a un campo tan subjetivo como es el de la creación artística, propensa, ya hablemos de obras audiovisuales, pictóricas o literarias, a la crítica indiscriminada. Es por esto que, pese a confundir el gusto personal con la calidad, y resultar tan poco creíbles como debidamente documentados, comentarios que tachan a “La bruja” de ser “una puta mierda de película”, “la peor película que he visto en 31 años que tengo” y desean que “todos los que han participado en ella terminen en la puta calle”, merecen muchísimo más respeto que los cinéfagos de alta alcurnia autoproclamados salvadores del séptimo arte que opinan que proyectar un filme de estas características en un multicine es como “dar de comer margaritas a los cerdos”. Probablemente sean de los que, al igual que el que suscribe, al probar el caviar por primera vez hayan disimulado una mueca de asco y sigan sin comprender cómo puede pagarse tal dineral por algo con un sabor tan horrendo.