Llegar a Cannes casi 24 horas antes de que empiece el Festival permite ver los últimos preparativos. También da tiempo para reflexionar un poco, antes de sumergirse en la vorágine.
El madrugón para poder llegar a La Croisette en la jornada previa, ha significado que pudiera ver parte de los últimos preparativos. Como se trabajaba, a contrarreloj, para acabar de engalanar el Gran Teatro Lumière, el interior del Palais, etc. Andamios, escaleras de aluminio… Nada de glamour en la zona exterior. Cuando Marion Cotillard y Charlotte Gainsbourg posen desde las escaleras del Lumiere, no habrá ni rastro de todo el montaje previo. Hoy las escaleras mecánicas del Palais aún no estaban en marcha. Poca gente aún en su interior. Una especie de calma chicha, que precede a la tormenta que durante once días azotará la ciudad.
Visto con cierta perspectiva, reconozco que el año pasado, en el que era mi primer Cannes, pagué la novatada. Me emocioné cuando estuve frente al Palais; cuando vi la cortinilla, previa a la película inaugural. Me emocionaba estar ahí. El poder ver y discutir. Debatir sobre lo fácil que es tildar de histérico al cine de Dolan, o de vacuo al de Winding Refn (sigo opinando que ninguna de las dos afirmaciones son ciertas, pero no abriremos ese melón), nada más salir de las primeras proyecciones de sus películas. Tanta agitación sentimental me daba margen para enfadarme con los hermanos Dardenne (sí, con los dos). Y hasta con el Jurado. Doce meses después, me miento y me digo que, en realidad, no vi “Mal de Pierres” o “The Last Face”. Más difícil es intentar convencerme a mi misma de que la victoria de Loach fue cosa de mi imaginación, o el producto de una mala digestión. Sin embargo, nada de todo eso es cine. Tiene que ver, por supuesto. Pero no deja de ser ruido.
Porque en un Festival, el ruido que genera su propia maquinaria puede despistar de lo que realmente importa. Cine es “Paterson”. O “La doncella”. Es Dumont, Bellochio, Almodóvar, Vincent Cassel o Isabelle Huppert. Cannes les reúne a todos. Se alimenta de ellos, mientras hace las veces de enorme escaparate. Más ruido. Como el estruendo que ha generado la inclusión de dos películas producidas por Netflix en la Sección Oficial, su mantenimiento en la selección de filmes y la revisión de las normas de cara al año que viene. Una película producida por Netflix no tiene un recorrido comercial en salas. Puede que ni siquiera se edite en formato doméstico (Reed Hastings, si lees esto… Piénsate lo de editar “Beasts of no nation”). ¿Deja por ello de ser una película? Más allá de nociones más o menos románticas de qué es cine y qué no lo es, más allá de cómo, cúando y dónde ve cada uno ese cine, los tiempos cambian. Que sea necesario, a partir de la 71ª edición, el estreno en salas francesas para poder optar a una Palma de Oro, es una clara concesión del Festival con las distribuidoras. Y una muestra de resistencia al cambio. Porque los tiempos cambian, sí, pero parece que para el Festival de Cannes eso es solo el título de una canción de Bob Dylan.
Se hablará de todo esto en los próximos días. Como, muy posiblemente, se volverá a oír hablar de tacones. O, mejor dicho, de esa obligación de llevar tacón para acceder a los pases de gala. Para las mujeres, por supuesto. Propongo que, aunque el Festival no escuche a Dylan, nos permita a nosotras homenajear al Presidente del Jurado de este año.