Primer acercamiento al bloque de Memoria del Atlántida Film Fest
En la primera entrega en la que abordamos la Memoria, nos sumergimos en el movimiento anarquista de 1899 en Francia, la deportación de los estonios a Siberia por parte de Stalin y el fallido intento de golpe de Estado en la caída de la URSS en 1991.
«Los anarquistas» no acaban de explotar
Con Tahar Rahim («Un profeta») y Adèle Exarchopoulos («La vida de Adèle») como rostros visibles de esta propuesta, Elie Wajeman decide inmiscuirse en las células anarquistas parisinas de 1899 desde los ojos de un policía infiltrado. Algo similar a lo que vimos en «Objetivo: París», donde en aquella ocasión era un periodista sumergiéndose en el islamismo radical, y lo cual retroalimenta el feedback entre el bloque de Política y el de Memoria que propone el festival. En esta ocasión, la ambientación y el reparto juegan a favor de un filme de época que, para abordar una realidad tan compleja como fueron aquellos convulsos años, no acaba de dinamitar. La misión llevada a cabo por el joven Jean se antoja demasiado simple, accediendo al grupúsculo anarquista con demasiada facilidad, algo del todo inverosimil incluyendo su reconocido desinterés por la política. Tampoco ayuda la presentación del mundo laboral y su escapismo, decantándose en todo momento por el estereotipo.
«Los anarquistas» no acaba de encontrar su lugar dentro de la esencia que caracteriza su título y su selección para la temática del festival. Las acciones de sus protagonistas acaban difuminadas por la exploración de su personaje principal, sus inquietudes respecto al pasado y sus pulsiones amorosas del presente. El resultado de esta combinación es un cóctel que no acaba de ser explosivo ni visceral en su vena libertaria y que se queda en la complacencia de solvencia en su indagación psicológica.
«In the Crosswind» congelando el tiempo
El filme estonio de Martti Helde es sin duda alguno una de los que más está dando que hablar dentro de la sección que nos encontramos. Una película que destaca por la original puesta en escena por la que se decanta su primerizo realizador. Y es que la cruda temática de la que trata «In the Crosswind», la deportación en 1941 de miles de personas autóctonas de Letonia, Estonia y Lituania a Siberia por parte de Stalin, es aquí retratada desde una perspectiva hasta ahora inaudita en el cine. Helde establece unos tableaux vivants donde congela la acción que reside en la memoria de su protagonista y la cámara recorre desde un blanco y negro que refuerza el poder de la esencia fotográfica de lo mostrado, una escenografía donde los actores se mantienen constantemente paralizados. Estos recovecos de la memoria serán acompañados de una voz en off epistolar sustentada en unas cartas reales recuperadas de aquellos años. Una idea potente que sin embargo se ve lastrada por la imperiosa necesidad del director de recrearse en la belleza estética de lo que ha conseguido, alternando movimientos de cámara coherentes con secuencias caprichosas que nada tienen que aportar al relato. Resultará eficiente en sus numerosos travellings o en acercamientos necesarios para realizar una transición fuera de campo sin detener el plano, pero autocomplaciente en muchas otras de sus secuencias. Tampoco ayudará el uso sensiblero de una música que busca sustentar el poder de unas palabras que ya dicen mucho de por si y que subrayan la artificiosidad y la subjetividad autoral de la propuesta.
Si bien su apuesta formal resulta estimulante y supera en atrevimiento a obras anteriores como «La Jetée» (Chris Marker), contrasta con su vertiente menos estática, aquellas escenas visualmente sublimadas donde el uso de la cámara lenta y unos planos que emulan la esencia de Malick buscan ahondar en un romanticismo estilizado que empobrece la fuerza literaria de sus fuentes.
«El último imperio» su caída vista por el pueblo
Recopilando diferentes imágenes de archivo, haciendo un uso en blanco y negro, y montando diferentes escenas con notas de audio que dan voz a las reivindicaciones de un pueblo, el ucraniano Sergei Loznitsa nos introduce en el corazón de Leningrado durante los tres decisivos días del mes de agosto de 1991 que que marcaron el futuro, hoy presente, de Rusia. Ante una tentativa de golpe de Estado por parte de los comunistas más radicales, los incidentes acaecidos en aquel momento acabaron por legitimar y lograr el apoyo del pueblo hacia el mandatario Boris Yeltsin. Mientras en televisión emitían el ballet El lago de los cisnes de Piotr Tchaikovski, la ciudad de Leningrado (hoy San Petersburgo) tomó las calles. Y en eso se mueve grandísima parte del filme, en el recorrido que sigue a una población reivindicativa cuya protesta pacífica es mostrada a partir de un montaje cuyos fundidos a negro son irónicamente acompañados de las primeras notas del tema principal de la obra del compositor ruso anteriormente mencionado.
Una vez mostrado el variado compendio de la población de la segunda ciudad más importante de Rusia, así como su relación con diferentes elementos como el policial o militar, pasamos a escuchar las declaraciones políticas de diferentes representantes tanto del pueblo como de la Iglesia Ortodoxa. El clamor de la gente acaba por jalear la certeza de la descomposición final de Unión Soviética y el retorno a la bandera tricolor rusa en pos de la comunista. Y es en las últimas secuencias del filme donde el objetivo de las cámaras es el político, el interior de las instituciones y la clara denuncia de los malos modos de la casta comunista que a día de hoy, ni ha pagado por sus crímenes ni se ha dignado a abandonar las altas esferas del funcionamiento del país actualmente gobernado por un Vladimir Putin al que vemos en cierto momento del documental.