Mar. Mar 19th, 2024

Un extraordinario documental sobre la lucha contra la droga y Después de Lucía de Michel Franco, lo más destacado de esta segunda jornada.

Del apellido Jarecki, lo primero que me viene a la mente es aquel espeluznante documental titulado Capturando a los Friedman que narraba los avatares de una familia disfuncional cuyo patriarca era acusado de pedofilia. Lo verdaderamente enjundioso es que aportaba infinidad de cintas caseras grabadas por los hijos en las que se apreciaban las reacciones de los familiares antes, durante el juicio y años después. El filme se convertía de esta manera en una experiencia inolvidable (en el sentido trágico de la palabra) y en una forma revolucionaria de crear documentales que solo se ha alcanzado en varios proyectos de Errol Morris y en esa trilogía indispensable titulada Paradise Lost.

Aquel proyecto nos presentaba el caso de tres jóvenes sin demasiadas luces que se veían condenados a cadena perpetua por una serie de asesinatos con tortura que parecían no haber cometido. A través de veinte años de investigación los realizadores dibujaban un fresco descomunal en el que podíamos apreciar el modo de vida de las sociedades estadounidenses sureñas y, sobre todo, la forma de actuar de una justicia norteamericana que quedaba en entredicho por prejuiciosa y escasamente fiable. Y ahí es donde entronca con The house I live in, de Eugene Jarecki, hermano del anterior y también conocido cineasta de los círculos independientes que merodean cada año Sundance.

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Y es que lo que comienza con imágenes que sugieren un exhaustivo reportaje acerca de las drogas y la ruina física y moral que provoca en los que las consumen, cambia de tono completamente cuando aparece David Simon, creador de The Wire, asegurando que la lucha contra este tipo de sustancias ha costado un trillón de dólares desde 1971 y más de 45 millones de arrestos. Es decir, que más que la propia droga, lo verdaderamente peligroso es la lucha contra la misma. De esta forma, poco a poco va desgranando una teoría que señala directamente a un sistema judicial injusto y abunda en el racismo como causa de tan denodados esfuerzos desde que se empezase a penar el consumo de opio a finales del siglo XIX.

Jarecki, con un estilo afilado y extendiendo un inmenso catálogo de fuentes que abarcan (como ya sucedía en la mencionada The Wire) desde los estratos más bajos de los barrios afroamericanos hasta las brigadas de narcóticos o los propios jueces, revela una economía penitenciaria poderosa y siniestra que se nutre del miedo inducido del ciudadano de bien y el encarcelamiento desmesurado sin posibilidad de rehabilitación para la sociedad de negros cuyas madres ya aseguraban en su infancia que iban «a morir antes de los 18 años».

Después de Lucía: Mirada hacia el abismo escolar

De vuelta a la sección oficial me topé en mi improvisado calendario con Después de Lucía de Michel Franco, que como credencial tiene haber resultado triunfadora en la sección Un Certain Regard de Cannes. La película cuenta la historia de Alejandra que se muda junto a su depresivo padre a la capital mexicana tras haber perdido a su madre en un accidente de tráfico. En el nuevo colegio, la adolescente comenzará a sufrir problemas de acoso escolar después de un desafortunado desliz.

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Los primeros compases, parcos en diálogos, que no en sonido puesto que ofrecen una amplia gama de estímulos, de planos largos, cámara fija y alejada, recuerdan a La Soledad de Jaime Rosales, sin embargo, a medida que el metraje avanza las imágenes frías, desapasionadas y a todo punto incisivas lo emparentan directamente con la causticidad de Haneke. Después de Lucía (nótese que la aludida en el título no aparece en ningún momento en la película pero es su ausencia el motor de toda la problemática) utiliza un estilo hiperrealista en el que a través de los continuos contrastes entre la alegría de un grupo que se refugia en sí mismo y la humillación de un individuo cuya evolución va desde la rabia hasta el servilismo se esboza un retrato de la adolescencia.

O más bien de la actual, en la que el marginado ya no lo es tanto por su torpeza o sus aficiones extravagantes, sino muchas veces por un desliz captado por la omnipresente tecnología que tantas presuntas facilidades nos ha traído en los últimos años. Franco, además, se muestra atinado al señalar la incomunicación familiar como negación de la necesidad redentora que deriva finalmente en sentimiento de culpabilidad y pérdida prematura de la inocencia.

Keep the lights on: Nada fuera de lo común

Para terminar por hoy comenzamos con una de las películas que forman parte de la retrospectiva a Thure Lindhart. Keep the lights on cuenta como carta de presentación con un premio Teddy (premios del cine gay que se entregan dentro de los actos de la Berlinale) y cuenta a grandes rasgos diez años de relación tormentosa entre una pareja de homosexuales cuyos caracteres difieren diametralmente.

Aunque en algunos compases es inevitable que acudan a la mente pasajes de la extraordinaria novela de Burroughs, Queer, el grueso de la película no deja de ser mucho más convencional de lo que pretende. Así, aparece el crack como elemento de conflicto, la promiscuidad como vía de escape, la infidelidad sistemática, escenas sexuales relativamente explícitas y sentencias del tipo “llevo escondiendo cosas cruciales de mi vida durante trece años” que intentan resultar novedosas pero que ya Todd Haynes o Gus Van Sant las recogieron de forma mucho más sutil en la primera ola del New Queer Cinema. Eso sí, conviene apuntar el nombre de su protagonista cuyo gesto taciturno e idealista dota a su interpretación de una serie de matices que mejoran sustancialmente la película.

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Un comentario en «Atlántida Film Fest (día 2): La lucrativa batalla narcótica»

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