El más difícil todavía para un certamen cinematográfico es contraprogramar un derbi de fútbol, una fiesta cultural como Sant Jordi, y un festival de series.
La asistencia de público en un evento cinematográfico es siempre harto compleja, más si cabe en una primera edición. Al Barcelona Film Fest puede estar pasándole factura en ese aspecto algo que en televisión conocemos como contraprogramación; esto es, aquello que los competidores ofrecen al mismo tiempo que nosotros. Mientras en las salas de los cines Verdi descansamos nuestras posaderas viendo el cine propuesto por el Barcelona Film Fest, la ciudad está celebrando otro festival, en este caso sobre series de televisión. La batalla de público entre cine y televisión ha tenido este fin de semana su analogía física en Barcelona con la coincidencia del ya consolidado Festival Serielizados y el recién llegado Barcelona Film Fest; pero además, la oferta de ocio en la ciudad se ha completado con dos de las citas más relevantes para todo barcelonés: un Madrid-Barça que vacía todo menos bares, y una Diada de Sant Jordi caída en un domingo increíblemente soleado. Series, fútbol y libros… Realmente necesitaban un Sant Jordi para matar a tales dragones…
No obstante, destacamos de estas jornadas tres películas. El segundo film que Yôji Yamada estrenará en España este año, «Nagasaki, recuerdos de mi hijo»; lo último del polaco Andrzej Wajda, llamado «Los últimos días del artista: Afterimage»; y el debut de Otto Bell, film que se hizo con el premio BAFTA al Mejor documental.
«Nagasaki, recuerdos de mi hijo»: recuerdos del pasado y de un futuro cercano
Ya desde «Kabei, nuestra madre» (2008), y luego de nuevo en «La casa del tejado rojo» (2014), Yôji Yamada viene explorando las heridas dejadas en la sociedad nipona por la guerra contra China y la posterior entrada de Japón en la II Guerra Mundial. Yamada, con su habitual apego al melodrama, usaba en aquellas los eventos históricos para explicar dos historias (una familiar, otra amorosa) que daban cuenta sobre la sociedad nipona del período. Siguiendo ese mismo interés, regresa en «Nagasaki, recuerdos de mi hijo» con una historia marcada por la bomba atómica que el 9 de agosto de 1945 cayó sobre la ciudad acabando con prácticamente 80.000 vidas. Para ello Yamada vuelve a contar con un narrador que, pese a participar en la trama, no está presente en el momento en que lo cuenta; también de nuevo apuesta por una estructura de flashbacks ; y por temas propios de la cultura de la época que ejerce de eco de Ozu y su cine: el luto, los nuevos matrimonios… «Nagasaki, recuerdos de mi hijo» se autodefine en su título, es la historia de una de las víctimas de la bomba atómica a través de los recuerdos de su pasado y de un futuro cercano que no ha llegado a vivir.
La trama se sitúa tras pocos años del bombardeo, y en ella se entremezclan vivos y muertos, vivencias y recuerdos. A través del viaje irregular entre las diferentes líneas temporales y los diversos personajes, Yamada traza un cercano y algo artificial retrato de las consecuencias personales que tuvo en los hogares nipones la guerra. La risa inverosímil se entremezcla con el drama más dramático, la dulzura de algunos personajes se compensa con lo tosco de otros… Y los tres protagonistas principales ayudarán al espectador a conocer las realidades de un conjunto de personas que vieron sus vidas truncadas en cuestión de segundos.
«Los últimos días del artista: Afterimage»: cuando el arte es amor
Se conoce como afterimage (postimagen) a la imagen en colores negativos que, tras haber visionado un objeto, queda retenida en los ojos al cerrarlos. La película del polaco Andrzej Wajda funciona exactamente como una afterimage, pues propone cerrar los ojos para ver e iluminar, para buscar y mostrar una versión (no necesariamente la real y verdadera) de lo que fueron los dos últimos años del pintor vanguardista Wladyslaw Strzeminski, «Los últimos días del artista» se centra en el período transcurrido entre 1950 y 1952, la caída final de un artista que se mantuvo fiel a su concepción del arte sin caer en lo que el Poder (comunista, en la época que sucedió a la ocupación nazi) creía que era el arte: una herramienta más para adoctrinar.
A lo largo del metraje, Wajda retrata la caída libre al pozo de la desilusión y la negligencia humana que llevó a la muerte a Strzeminski, pero lo hace de una manera elegante, como con ese plano inicial del pintor tratando de iniciar un cuadro sobre su óleo en blanco, que automáticamente se tiñe de rojo comunista al reflejar sobre su lugar de trabajo la bandera que acaban de colgar en su edificio, cubriendo su ventana. O esa otra en la que la hija de Strzeminski, en pleno entierro de su madre, es recriminada por llevar un abrigo rojo en vez del tradicional luto negro, y la muchacha cambia automáticamente la situación dando la vuelta al abrigo y poniéndose el interior como exterior y viceversa. «Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros…», decía Groucho Marx.
Más allá de la interesantísima historia del pintor y de ver retratada la Polonia que siguió a la que vimos el otro día en «La casa de la esperanza«, «Los últimos días del artista» es un filme consciente, bello e inteligente a ratos, con una música de réquiem que tiñe de cierta melancolía la impotencia de un espíritu libre en una sociedad controlada, y con frases lapidarias que nos sirven para zanjar este textito en su honor: «En el arte y en el amor, solo se puede dar lo que se tiene«. Porque arte es amor.
«La cazadora del águila»: rentabilizando paisajes
El debut cinematográfico documental de Otto Bell le ha valido, desde su estreno en Sundance 2016, varias nominaciones a diferentes premios internacionales, por lo que estamos ante una película de largo recorrido que llega a nuestras pantallas con paso firme. «La cazadora del águila» es un documental que gira alrededor de la historia de Aisholpan, una adolescente de Mongolia que, en contra de lo que se espera de ella, quiere aprender a cazar con águila, una de las tradiciones más arraigadas en su tierra, aunque (generalmente) destinada a los hombres. Ciertamente Otto Bell filma en su poblado, acompaña a Aisholpan y su padre en su entrenamiento, la capta en su colegio hablando con sus amigas y cuidando de su hermana, e incluso acompaña a la familia al festival donde se batirá con los demás cazadores con águila… Sin embargo la película (quizás debido a esa estructura narrativa tan ficcionada) no permite respirar a la verdad, y solo en algunas escenas (véase en el descenso por una ladera de piedra que protagoniza la muchacha para lograr hacerse con su primer águila, robándolo de un nido) se percibe cierto aire de autenticidad, de estar ante una situación real y no construida.
La lucha feminista de Aisholpan y su padre (no olvidemos que la lucha por la igualdad no es cosa de un género exclusivo) tiene en el punto de vista de la película un mucho de la condescendencia occidental con la que nos acercamos a comunidades supuestamente más atrasadas socialmente. El otro día veíamos cómo en «Tanna» uno de los personajes equiparaba el matrimonio por conveniencia al que querían someter a su nieta, con el que la reina Isabel II contrajo con el rey Felipe. Aquella conversación conseguía situar al espectador en el tiempo cronológico de los personajes (la actualidad, aunque su modo de vida nos haga pensar que viven en otro siglo) y, al mismo tiempo, equiparar las costumbres para acercarlas: no somos tan diferentes, ni tan siquiera a nivel cultural y social, nos decían en «Tanna». En «La cazadora del águila» tenemos la sensación contraria, que Bell, en su afán por crear una historia épica de superación feminista y de meritocracia americana, ha caído en la trampa de la falta de honestidad, y ha ocultado entre otras cosas que Aisholpan no fue la primera mujer cazadora con águila, y que dicha tradición había tenido otras pioneras.
En cualquier caso, la película es un bonito recorrido por los paisajes mongoles, incluso a pesar del dolor de cabeza que puede generar el Angel by the Wings de Sia, una muestra más de cómo la historia de esta joven de Mongolia ha pasado por el filtro del gusto occidental. Una lástima.
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