Álex de la Iglesia revoluciona la Berlinale con su magnífica “El Bar”, quizá su película más redonda, potente y simbólica.
A estas alturas del certamen las críticas empiezan a encrudecerse. No es que nos haya dado tiempo a evolucionar como críticos en menos de una semana, es que simplemente empezamos a estar cansados. Cuando uno empieza a cubrir el festival, el lado cinéfilo se apodera por completo del cuerpo y nos creemos Superman. Pretendemos ver 4 o 5 películas diarias, hacer la correspondiente crónica, dormir 4 horas justas y vuelta al ataque, pero tras 5 días el cuerpo se empieza a resentir. Y mientras el cinéfilo interior sigue tirando del carro para que no nos perdamos nada, el cuerpo intenta frenarnos. El resultado de este conflicto interior es que aquellas películas a las que le darías un pase en estado fresco, te irrita de forma personal por hacer perder tu preciado tiempo y energía festivalera. Por eso mismo, no podían llegar en mejor momento Álex de la Iglesia y Aki Kaurismäki con sus respectivos “El Bar” y “The other side of hope” para inyectarnos una buena dosis de cine sin cortar para aguantar la recta final. La cruz de la jornada ha sido “La ciudad perdida de Z”, una aparente cinta de aventuras del otrora prometedor James Gray que ha resultado ser un drama personal en medio del Amazonas. Como decía, si esto lo veo el primer día lo podría llegar a disfrutar, pero el sexto día a las 10 de la noche se hace eterno.
“El Bar”: cine arquitectónico
Como si estuviésemos destinados a una evolución cíclica en lugar del progreso lineal, el cine de la última década vuelve a los principios de la Nouvelle Vague de los 60 que rechazaba el clasicismo de la época dorada de Hollywood de los 40 y 50 e influenciados por Cassavettes o Dreyer, los personajes reciben todo el protagonismo y la carga dramática, mientras que el cuadro desnuda de cualquier tipo de lenguaje o estilo a través del diseño de producción o de una lógica planificación de la escena. Esto, combinado con el tratamiento del tiempo en el cine, legado de Tarkovsky y Bela Tarr, da lugar a un cine ecléctico, visualmente poco atractivo y, en la gran mayoría de veces, harto aburrido. No quiero insinuar que las obras maestras de los genios mencionados lo sean, solo que intentar imitarlos suele acabar mal. Por ello, a un servidor, amante del cine clásico que disfruta con las composiciones arquitectónicas de los films de Hitchcock, Welles o Kubrick, ver en un festival como la Berlinale rebosante de cine postmoderno una cinta como “El Bar” de Álex de la Iglesia es una gozada. Sobre todo, porque espacio es protagonista absoluto de la cinta, no solo por el efecto que genera sobre los personajes, sino por su simbología. y por la división que hace de la película en 3 actos bien diferenciados. Es tal la importancia del espacio en esta película, que da nombre al filme. En la puerta de este bar al que se refiere, ha habido un asesinato y otro cliente que sale a socorrerlo también corre la misma suerte. Los 8 personajes restantes que quedan dentro (Blanca Suárez, Mario Casas, Carmen Machi, Secun de la Rosa, Jaime Ordóñez, Terele Pávez, Joaquín Climent y Alejandro Awada) tendrán que ingeniárselas para salir de allí con vida como sea.
De la Iglesia no te difumina los fondos para destacarte los rostros, te los encuadra dentro de un plano con más elementos acordes porque no solo de la interpretación del actor se hace la historia. El director bilbaíno es muy activo con la fotografía. Acentúa las actuaciones acompañándolas con la cámara, no la sienta a observar, la involucra a ella y por tanto a nosotros los espectadores, y no nos deja descansar con monótonos plano-contraplano. Lo que hace de “El Bar” un thriller perfecto es un montaje frenético, el mencionado estilo en la fotografía principal junto a su talento en la dirección de actores, y un guión soberbio escrito a cuatro manos con su inseparable Jorge Guerricaechevarría, que una vez más nos brinda unos personajes geniales, que son muy característicos de su cine. Además, mantiene el suspense desde el minuto uno hasta los créditos finales en continuo in crescendo a la vez que el desfase y caos crece paralelamente de manera exponencial hasta llevar a la debacle.
El realizador tiene un estilo reconocible y a veces se le critica que hace siempre lo mismo, pero esta sensación es un trampantojo creado por su estilo tan particular. Realmente, cada una de sus películas trata algo diferente si bien el miedo como motor de la evolución de sus personajes así como limitar los espacios narrativos a una sola localización como en “Acción mutante” (1993), “La comunidad” (2000) o “Mi gran noche” (2015) puede ser constantes en su cine. En su ultima cinta, estos dos elementos reciben total protagonismo y son los ejes centrales de su trama. No se veía un largometraje tan claustrofóbico desde “Enterrado” (Rodrigo Cortés, 2010) por ello podríamos estar frente al trabajo más personal a nivel cinematográfico del director. Actuaciones ejemplares y una cinta cargada de dobles lecturas, Álex nos habla además del terrorismo, política, religión, cultura, de la verdad y la mentira, así como de sus peligros. Y como siempre, todo en clave de humor, un humor muy negro. Parece mentira que en una película tan loca, desternillante, absurda por momentos y de acción trepidante pueda esconder tanto, pero así es el cine de Álex de la Iglesia y por ello la sala ha ovacionado su última creación. Es una pena que se haya proyectado fuera de competición por que podría haberse llevado algún premio, pero aun debemos darnos con un canto en los dientes, ya que no se proyecta una película española en competición desde que ganara “La colmena” (1982) de Mario Camus.
“The other side of hope”: puro Kaurismäki
Otro realizador contemporáneo un poco al margen del estilo cinematográfico que impera es el finlandés Aki Kaurismäki. La singularidad de su narrativa se erige sobre decorados monocromáticos intensos y luz no natural que hace del cuadro fílmico algo totalmente diferente. Estas dos características de su filmografía fueron imprescindibles para el éxito de su anterior cinta, “El Havre” (2011). En su nuevo largometraje, “The other side of hope” (El otro lado de la esperanza) vuelven a cobrar protagonismo como sello de la casa y nuevamente contribuyen en gran medida a su empaque. Si tomamos este su ultimo filme como una cinta a parte de su filmografía, podríamos considerarla una obra magnífica, pero la similitud de la trama con su anterior trabajo hace que pierda por completo la originalidad y parezca que el finlandés se esté copiando a sí mismo. “The other side of hope” narra dos historias: la de Khaleb (Sherwan Haji), un refugiado sirio que pide asilo en Finlandia tras haber perdido a toda su familia en su país natal; y la de Wikström (Sakari Kuosmanen), un vendedor a domicilio que decide abandonar a su mujer y regentar un restaurante con unos trabajadores de pocas luces. Tras denegarle el asilo a Khaleb, este huye y se esconde en la trastienda del restaurante de Wikström, quien le da techo y comida para que pueda rehacer su vida.
Por muy deprimente que pueda parecer la trama, Kaurismäki siempre disfraza sus historias con un manto de comicidad muy particular y una ternura de los personajes que puede llegar a considerarse una trivialización de algo tan serio y actual como es la migración del pueblo sirio por la guerra civil que están viviendo. Sin embargo, no podría ser más errónea esta asunción. Por si pudiese quedar alguna duda, el realizador integra una escena en la que Khaleb deja sin aliento tanto a la policía como al publico que estaba allí presente al contar como ha perdido a toda su familia y el calvario que está viviendo para huir de su país. Kaurismäki es muy consciente de la tragedia que se está viviendo y este filme no podría ser de mayor actualidad, pero también quiere demostrar que se puede ser igual de efectivo y respetuoso desde la comedia, porque la sociedad está alcanzando un punto extremo de corrección política fuera de toda lógica. Es también el discurso que vende “La fiesta de las salchichas” (Conrad Vernon y Greg Tiernan, 2016), pero con estilos cómicos diametralmente opuestos. El sentido del finlandés también es muy particular. Sencillo e hierático, la hilaridad de sus escenas viene de hacer del absurdo lo cotidiano con una lentitud, escasez de diálogos y una naturalidad que recuerda al estilo de Chaplin cuando el gag no consistía en golpes o pericias coreografiadas. “The other side of hope” no llega a estar a la altura de “El Havre” pero no deja de ser una de las mejores cintas vistas en competición como atestigua el caluroso aplauso tras la proyección. Y tener un recibimiento así por una obra menor en su filmografía dice mucho del director.
“La ciudad perdida de Z”: no es lo que parecía
Percy Fawcett fue un militar y explorador británico que trabajando como cartógrafo mapeando el Amazonas boliviano encontró restos de una civilización pasada. La posibilidad de que la selva más grande del mundo escondiese una gran ciudad cubierta de oro a la que bautizó como Z le obsesionó desde entonces e intentó encontrarla en varias expediciones. En la última de ellas se llevó a su hijo y jamás se supo mas de ellos. Esta fascinante historia es la que el tempranamente encumbrando director neoyorquino James Gray traslada a la gran pantalla en “La ciudad perdida de Z” adaptando la obra homónima de David Grann y que ha presentado en la sección Berlinale Special-Gala. Con esta historia con potencial de epicidad junto a los tráileres que hemos podido ver antes, todo el mundo se había hecho la idea de una cinta clásica de aventuras. Pero para sorpresa, nos encontramos con todo lo contrario, un drama intimista en medio de la selva protagonizado por Charlie Hunnam en el papel de Percy, Robert Pattinson como su amigo Henry Costin y Sienna Miller como su mujer. Si nos paramos a pensar fríamente, realmente Gray siempre ha mostrado interés en esta forma de enfocar sus películas. Una aproximación que le había funcionado con cintas contemporáneas como “La noche es nuestra” (2007) o “Two lovers” (2008) pero que patinó en “El sueño de Ellis” (2013) y que acaba estrellándose en “La ciudad perdida de Z”.
Charlie Hunnam es incapaz de llevar el peso dramático de la película y su interpretación se estructura solo sobre el carisma de su rostro que, combinado con la tozudez del personaje, queda insufrible a parte de ser incapaz de darle una evolución al personaje. En contraposición, Sienna Miller está impresionante interpretando a su mujer y le roba todas las escenas que comparten cuando en realidad es secundaria al igual que Robert Pattinson, que por primera vez realmente hace un papel diferente al hieratismo y sosería de siempre. Sin duda lo mejor del filme.
El otro gran problema de la cinta es su guión. Gray no solo huye de toda magnificencia y epicidad desaprovechando el escenario único que le ofrece el Amazonas a pesar de tener una fotografía exquisita de Darius Khondji (“Seven” (David Fincher, 1995), “Midnight in Paris” (Woody Allen, 2011)), sino que la historia está basada en la repetición de un mismo esquema: preparación del viaje en Inglaterra, viaje en barca por el Amazonas, ataque de los nativos y vuelta a casa. Sólo un cambio de tono que indique una evolución en la trama podría dar una explicación a este esquema, pero la reiteración formal torna a la película en un producto aburrido y carente de interés, aunque el público la ha aplaudido moderadamente en los créditos finales.
“Berlin Syndrome”: el que mucho abarca poco aprieta
En nuestra dosis diaria de la sección Panorama, en esta jornada hemos visto “Berlin Syndrome” de la directora australiana Cate Shortland. El aliciente principal de esta película era ver a la actriz Teresa Palmer, también australiana, que poco a poco se va haciendo un nombre en Hollywood apareciendo en largometrajes como “Knight of cups” (Terrence Malick, 2015), “Hasta el último hombre” (Mel Gibson, 2016) o la fantástica cinta de terror “No apagues la luz” (David F. Sandberg, 2016). En esta cinta también de género, Palmer interpreta a una Clare, una turista Australiana que recorre Europa con su mochila fotografiando edificios de estilo comunista y llega a Berlín. Allí conoce a Andi (Max Riemelt), un profesor de gimnasia e inglés en un instituto de la ciudad, del que queda rápidamente prendado. Tras una noche de pasión, Andi se ha marchado a trabajar pero Clare no puede salir de la casa porque no encuentra ningunas llaves. No le da mucha importancia y vuelve a quedarse una noche más con el joven alemán. Cuando al día siguiente vuelve a pasar y las ventanas son irrompibles se da cuenta de que Andi la tiene encerrada y que jamás podrá escapar.
Sin ser un argumento muy original, era una buena premisa para una cinta de terror claustrofóbico clásica y que nos podría haber regalado buenos momentos de suspense y sustos. Sin embargo, la directora opta por un estilo formal más acorde del drama contemporáneo que no liga con la historia que narra. Montajes imposibles de primerísimos planos innecesarios y el estiramiento del tiempo sin causa aparente son rasgos del cine que emula pero que en este contexto carecen de sentido y solo consigue romper el suspense que el guión intenta generar por otro lado. El tono también enfatiza los puntos flacos de toda película de horror como los diálogos simples y falsamente profundos y los personajes planos y arquetípicos. Shortland se centra demasiado en contarnos la vida del psicópata sin que haya ninguna inquietud, profundidad o evolución. Y todo esto en conjunto hace un flaco favor al objetivo principal de la cinta, la sensación de claustrofobia que debería infundir en el espectador y que está completamente ausente durante todo el filme. En definitiva, un fracasado intento de cinta de terror donde solo se salva la actuación de correcta damisela en apuros de Teresa Palmer y que ha hecho abandonar a casi media sala antes de acabar la proyección.
Para mañana hemos reservado el documental nominado al Oscar “I am not your negro” que se presenta en Panorama y la francesa “Return to Montauk” y la brasileña “Joaquim” en la categoría reina.
Pablo Luján Miralles
“Colo”: episódica descomposición familiar
Seis años después de estrenar su último largometraje, la directora portuguesa Teresa Villaverde presentó a la pelea por el Oso de Oro una fascinante observación del panorama de Portugal en crisis. “Colo” se detiene en el proceso de descomposición de una familia lisboeta formada por un matrimonio y su hija adolescente. El propio montaje, episódico y dividido en secuencias protagonizadas individualmente por cada uno de los tres miembros, recalca la separación que está operando entre ellos. Filtradas por el ritmo reposado que les imprime Villaverde, estas secuencias se orientan más hacia lo autoconclusivo que a la configuración de un avance narrativo unívoco. Esto es, que a “Colo” la forman una colección de viñetas lacónicas donde se indaga en distintas facetas de la crisis económica. A este respecto, algunas de las secuencias protagonizadas como el padre, como aquella en la que amaga un secuestro de un empresario adinerado, son muy elocuentes en cuanto que exploran el funcionamiento de una mente “enloquecida” por el desempleo. Que busca asideros más que desquites desde su inseguridad aterrada.
La película despliega, gracias a este carácter episódico, una serie de estrategias expresivas que desvelan su capacidad de resonancia si se supera un arranque algo arduo. Villaverde demanda a su espectador la asunción de un ritmo reposado y una observación más basada en la intuición poética que en la empatía. El empobrecimiento de la familia protagonista configura su devenir negativo, sí, pero la directora no parece demasiado interesada en el drama social ni el reparto de culpas. Más bien en la búsqueda sutil de refugios, emocionales o espaciales. En el vagar atónito de sus personajes en busca de nuevas verdades que iluminen una vida en común apagada (literalmente, como explicitan las escenas en la casa a la luz de las velas después de que la compañía corte la electricidad). Hay una suerte de hilo conductor en la huida del paisaje urbano como elemento de esperanza mínima. Ante las estampas desangeladas de Lisboa (azoteas y callejuelas sucias), sus aproximaciones a parajes naturales a la orilla del Tajo tienen algo de epifanía en voz baja para sus personajes. “Colo” resulta, en fin, un sugerente acercamiento a un contexto de crisis que apuesta, paradójicamente, por maniobras de alejamiento.
Miguel Muñoz Garnica
Un crítico en apuros
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