De las dos últimas películas presentadas a Competición, “Ana, mon amour” ha sido todo un éxito y se postula como seria candidata a ganar el Oso de Oro.
Ahora que llegamos al final del 67 Festival internacional de Berlín, o simplemente Berlinale, vemos que, en conjunto, el certamen ha transcurrido como un buen guión, siempre a mejor, a más intensidad. Y para culminarlo, en la sección reina se han presentado la peculiar “Have a nice day” del realizador chino Liu Jian y el sobrecogedor romántico “Ana, mon amour” del director rumano Călin Peter Netzer, que ya sabe que es ganar el Oso de oro con “La mirada del hijo” (2013).
“Ana, mon amour”: amor auto-destructivo
No existe tema más comúnmente representado en literatura, música y cine que el amor. Pero en la mayoría de ocasiones el amor se muestra como algo más onírico, poético y totalmente alejado de la realidad, del día a día de la gente común que consume esos productos. Esta huida de lo terrenal se explica por la necesidad humana de abstraerse de lo cotidiano, entrar en un proceso de ensoñación que simplifique el fuerte sentimiento del amor a la vez que lo exacerba lejos de toda lógica. Como ejemplo clarificador de la idea pondremos “Cincuenta sombra de Grey” (Sam Taylor-Wood, 2015). Para aquellas personas hartas de tanta simpleza bobalicona y que quiere descubrir en el cine la ejemplificación del amor de verdad, descubrir cintas como “Love story” (Arthur Hiller, 1970), “La vida de Adele” (Abdellatif Kechiche, 2012) o “Amour” (Michael Haneke, 2012) por mencionar sólo unos pocos ejemplos es una auténtica maravilla. A esta selecta lista, la Berlinale acaba de añadir un título más con “Ana, mon amour”, la cinta que establece al realizador rumano Călin Peter Netzer como uno de los mayores exponentes del cine de su país y de Europa.
La película narra la historia de amor entre Toma (Mircea Postelnicu) y Ana (Diana Cavallioti) desde la flor del noviazgo hasta su crepúsculo con un hijo de unos 7 años. A pesar del profundo amor que siente el uno por el otro, su relación es complicada por los repentinos ataques de pánico que sufre Ana debido a traumas infantiles que le costará reconocer. Lo que empieza siendo una relación idílica sin salirnos de los railes de lo plausible, se torna oscura, compleja, cruda y sincera, sobretodo muy sincera. Además, el largometraje se convierte en una buena obra cinematográfica cuando la historia se narra de forma fragmentada con un discurso narrativo a la altura de los guiones de Guillermo Arriaga y con un montaje integrador espectacular. Un collage regido estrictamente por la evolución de los sentimientos que nos transmite siempre desde el punto de vista de Toma. Ver cómo se tiene que enfrentar a todos sus seres queridos con el único fin de cuidar de su amada consciente de los enormes problemas que conlleva es desgarrador. Más cuando, lejos de ser una cinta complaciente, castiga al personaje del que nos hemos enamorado por su dedicación, amor y ternura. La complicidad que Netzer consigue entre el espectador y Toma es tan intenso que el odio que acaba surgiendo en el interior de cada uno por Ana no es tan intenso como el que sentimos hacia Meryl Streep cuando le robó la custodia del hijo a Dustin Hofmann en “Kramer contra Krammer” (Robert Benton, 1979).
“Ana, mon amour” roza el techo de la obra maestra cinematográfica pero no entra por su forma. Todo la atención que pone Netzer en el guión, el montaje, los personajes y su evolución se lo quita al componente visual. Cámara en mano, poca profundidad de campo, movimientos completamente inexplicables de la cámara más allá del efectismo visual y una paleta de colores que ni transmite ni evoluciona en una cinta en constante cambio resulta en un estilo impersonal y narrativamente vacío. A pesar de ello, la película de Călin Peter Netzer no deja de ser una película sobresaliente que se convierte en la verdadera cinta a batir en los premios, si bien su galardón en 2013 jugará seguramente en su contra.
“Have a nice day”: para público selecto
Realizar un largometraje bien se puede comparar con la elaboración de un plato de cocina. La buena combinación de los productos da lugar a sabores nuevos que podemos disfrutar mientras los consumimos. Para el día a día, no nos desagrada comernos una hamburguesa como tampoco lo hace ver una comedia romántica. Pero si te gusta la comida, si te gusta el cine, tienes la inquietud de experimentar cosas nuevas, mezclas sugerentes que jamás antes habías saboreado, y que alguien tenga la valentía de atreverse ha innovar es siempre de elogio. Sin embargo, todo buen cocinero sabe que, por muy bueno que esté el chocolate y el jamón, carece de sentido combinarlo en un plato. Esta misma rara mezcla se produce en el segundo largometraje de ficción del realizador chino Liu Jian, “Have a nice day”, al mezclar el minimalismo, la lentitud narrativa y el estatismo del cine asiático con el frenetismo narrativo de historias pulp corales de Guy Ritchie como “Lock, stock and two smoking barrels” (1998) o “Snatch: cerdos y diamantes” (2000).
Dividido innecesariamente en 4 actos, “Have a nice day” narra la historia de una bolsa que contiene un millón de yuanes y de toda la calaña de una ciudad sureña china que conoce de su existencia. La bolsa pasará de mano en mano matando a quien sea necesario para acabar consiguiendo el deseado motín. Una trama que se podría comparar a la divertida “Ases calientes” (Joe Carnahan, 2006) pero con un McGuffin (en este caso es el dinero) diferente. Una premisa que, aunque sea poco original, la idea de poder disfrutarla en cine asiático de animación prometía entretenimiento y sangre en grandes cantidades. Si bien la acción está sobre el papel, no queda transmitido a la imagen debido al tono y estilo que elige Jian. “Have a nice day” es el sumun de la animación minimalista y con la mínima animación posible. Con un estilo de dibujo similar a “Vals con Bashir” (Ari Folman, 2008) pero sin contrastes, plana y de movimientos discontinuos que complican el visionado del filme.
Sólo se salvan los diálogos, muy influenciados por el cine de Tarantino y que en algunos momentos son demenciales. El espectador tendrá que esperar a los últimos quince minutos de metraje donde la película se deja de contemplaciones y pasa a un montaje mucho mas rápido y efectivo para el propósito de la cinta. Las dobles lecturas sociopolíticas del filme son difíciles de disfrutar por el tono. Quizá no sea el tipo de público que vea en “Have a nice day” la posible maravilla que pueda encerrar tras tanta imagen plana y estática, pero en un festival de estas características, hacer una cinta para un publico tan reducido no juega a su favor. Algo que ha quedado fielmente representado en ser la sala menos llena a la que he asistido en todo el certamen y el acogimiento tibio al finalizar.
Y con esta crítica agridulce finalizo los visionados de filmes en esta edición de la Berlinale.
Pablo Luján
Pasada la expectación del palmarés, nos queda la labor de rastrear el cine que han dejado las secciones paralelas, lo escondido de los grandes focos de atención. En este caso, les ofrecemos un par de cintas del cine español heterodoxo, dos películas sugerentes, llenas de inspiración y gracia, que exploran nuevos caminos en nuestra cinematografía.
“Verano 1993”: bella e inocente representación de la infancia
«Estiu 1993» se marcha del certamen con nada menos que el galardón a la mejor ópera prima para su directora Carla Simón. De germen autobiográfico basado en la infancia de la propia directora, lo que cuaja es un de los milagros más bellos que puede conseguir el cine: capturar un pedazo de niñez y verano con una naturalidad asombrosa. Merced, sobre todo, al trabajo con las dos pequeñas protagonistas: Laia Artigas y Paula Blanco, dos niñas de siete y tres años. El relato adopta la perspectiva del personaje de la primera para narrar, desde la percepción incompleta de la niña, su proceso de adaptación a una nueva familia. Tras la muerte de sus padres, la pequeña se traslada a vivir a una granja remota en la sierra gironesa durante el verano que titula el filme.
Simón pega la cámara a su rostro y movimientos, enfrentándose al misterio de una confusión no exteriorizada por pura incapacidad. Hablamos de una de esas películas que demandan la adaptación del espectador a un espacio cuyas significaciones se nos presentan incompletas, y a un tiempo marcado por cierta contradicción: la quietud calurosa del verano nos invita al reposo, a la vez que la transición vital que atraviesa la protagonista empuja a buscar respuestas, guías en las conversaciones de unos mayores que, como ella misma, no alcanzamos a seguir del todo. Pero, ante todo, hablamos de una película bellísima en sus cotas de inocencia, asociada a lo natural, los infantil e incluso lo nostálgico en su recreación de los comienzos de los noventa.
“El mar nos mira de lejos”: ancestral retrato polifónico
Pasamos a otra ópera prima. En este caso de Manuel Muñoz Rivas, montador, entre otras, de “Arraianos” y “Dead Slow Ahead”. Su debut en el largometraje, “El mar nos mira de lejos”, es ante todo una exploración espacial basada en la estrategia de aproximación reposada. Ambientada en una pequeña comunidad de hombres que habitan chamizos en una playa del coto de Doñana, cercana a Matalascañas, el cineasta ha relatado cómo la película se gestó a partir de su fascinación, desde su lejanía como veraneante, por aquel lugar. Hablamos, eso sí, de una obra de ficción. Pero que basa su relato polifónico en el conocimiento real que Muñoz Rivas trabó de esos hombres, tras meses compartiendo tiempo con ellos antes de filmarlos.
Pescadores a la vieja usanza que cultivan el arte en desaparición del tejido de redes, o agricultores dedicados a la tarea de plantar tomates en plena playa. Lo que ha encontrado con ello es un espacio definido por su condición ancestral, que ha obviado las huellas del progreso tecnológico pese a encontrarse a cientos de metros de una urbanización moderna. Los postes delimitadores del parque natural establecen la frontera entre los dos mundos, que entran en un diálogo lleno de resonancias. Pero, como decimos, a Muñoz Rivas le interesa la parte ancestral, y se contagia de su cadencia temporal mediante la observación reposada, que pone al mismo nivel a hombres y elementos naturales. Algunos de los grandes logros de la inmensa fotografía de Mauro Herce se encuentran en planos que se limitan a capturar los efectos de la luz, el agua o el viento. Para rematar la jugada, las voces en off que nos sitúan ante este espacio nos hablan de las expediciones fallidas de búsqueda de la antigua Tartessos, ciudad de la que se dice que alcanzó una prosperidad y riqueza única en el mundo prehelénico. Tartessos, según estas investigaciones, se ubicaba en las mismas tierras que habitan estos hombres. Y “El mar nos mira de lejos” sabe introducir orgánicamente esta capa temporal en el diálogo tan rico entre estratos que plantea.
Miguel Muñoz