En la 4ª jornada del D’A 2017 vemos a personajes que viven lejos de su hogar y encuentran en el amor una vía para encajar. Hablamos de «Júlia Ist» y «Porto».
Es el día del trabajador, pero el D’A Film Festival no descansa. En la cuarta jornada, contemplamos dos películas protagonizadas por personas que deciden volar del nido y vivir en un país que no es el suyo. Integrarse en una sociedad foránea no es tarea fácil, y los lazos amorosos con los habitantes autóctonos parecen ser una buena estrategia. Pero es sencillo que las cosas se tuerzan cuando sólo estás de paso. Hoy analizamos las personalísimas «Júlia Ist» y «Porto«, cintas que nacen desde la experiencia y la reflexión profunda; que no tienen miedo a mostrar y a ser juzgadas. Como apunte, decir que la cinta de Elena Martín ha sido la primera en colgarse el cartelito de sold-out y que los aplausos y vitoreos han dudado hasta el último de los créditos.
Además, contemplamos «Richard Linklater: retrato del indie americano«, un documental al uso que repasa la filmografía de uno de los padres del indie. Con la mirada fija en el milagro que es «Boyhood«, la película empieza con «Slacker» para repasar, una a una, las películas del director. Desde la trilogía de «Antes de…» hasta «Escuela de Rock«. Louis Black, fundador del festival SXSW, dirige este documental que resulta más que agradable para los fans del cineasta, pero que le falta profundidad por todos lados. Los testimonios se deshacen en halagos hacia el director, poniendo el foco en su lado artístico. Sin embargo, su vida privada sigue siendo todo un misterio, al igual que sus flaquezas y malos momentos. «Richard Linklater: retrato del indie americano» es demasiado benévolo con el personaje que retrata; pero aún y así, es un buen repaso a la larga y ecléctica carrera del cineasta.
«Júlia Ist»: Perderse, encontrarse y perderse de nuevo en Berlín
«Júlia Ist» se ha forjado en la misma fragua que «Les amigues de l’Àgata» (Alba Cros, Laura Rius, Marta Verheyen i Laia Alabart, 2015): las aulas de la Universidad Pompeu Fabra. Concebida como el trabajo final de carrera de Elena Martín, Marta Cruañas, Pol Rebaque y María Castellví, la película se ha ido construyendo durante tres años antes que nuestros ojos pudiesen verla. El resultado es un producto más que sólido, lleno de verdad y que desprende una naturalidad desbordante. A su vez, su factura denota un especial interés por el «buen» acabado y unas ganas por demostrar la profesionalidad de los graduados en comunicación audiovisual.
Hasta la fecha, parece que nadie se había atrevido a abordar el Erasmus desde la verdad más absoluta para mostrar la parte menos festiva de este: la soledad, el aislamiento y mucho trabajo a marchas forzadas. «Júlia Ist» no tiene miedo a enseñar esa parte, y es más, su directora, Elena Martín, no siente pavor a la hora de contar sus propias experiencias (e interpretarlas, pues es la protagonista de la cinta). Como la Júlia del título, ella también cursó un Erasmus en Berlín. En su caso, conoció a otros artistas que le inspiraron a montar la compañía teatral «Els Malnascuts» de La Sala Beckett. A Júlia parece que el viaje no le va tan bien: se distancia de su novio catalán, tiene un montón de trabajo y descubre que los pocos vínculos afectivos que ha logrado hacer durante su estancia alemana son frágiles y fáciles de olvidar.
La crítica ha comparado el estilo de Martín con el descaro de Lena Dunham. Sin embargo, ella reclama la figura de Mia Hansen Love, quien, a nuestro parecer, se adecua mucho más. Como Love, Martín se adentra en las dudas más íntimas de la protagonista y elabora una mujer joven que se siente libre y atrapada a la vez, que quiere ser moderna y es, también naïve, que elige (normalmente) sin miedo y tanto puede acertar como equivocarse. Una chica que se pierde, se descubre y vuelve a perderse constantemente.
Hay que hacer una mención especial a la fotogenia de la fría ciudad de Berlín, un personaje más de la cinta, y también al guión, que aunque contiene algunas dosis de improvisación tiene una base sólida y muy anclada a nuestro tiempo. Desde las escenas de Skype con la pareja hasta la discusión en la fiesta, todas desprenden un halo de familiaridad, porque así somos o así se comporta la gente que conocemos. Porque todos hemos tenido un amigo de Erasmus o lo hemos vivido en nuestras carnes.
Junto con «Les amigues del Ágata«, la universidad Pompeu Fabra completa un díptico sobre la generación millenial y los primeros retos de la madurez. Si la primera cinta era desenfadada, a menudo intrascendente e irradiaba inmediatez en cada escena (a la vez que era una ópera prima brillante), «Júlia Ist» es más oscura, fría y distante; pero también pretende hablar de temas más introspectivos y vitales. Su final, cíclico y a la vez abierto, deja la puerta descubierta para que futuros graduados de la UPF sigan explorando el terreno. Estamos asistiendo al nacimiento de una cantera, amigos; y de una de la que me siento especialmente orgullosa de formar parte.
«Porto»: Una pasión en 35 mm
El desaparecido Anton Yelchin, visto en «Green Room» y la saga «Star Trek«, es el alma mater de esta pequeña película dirigida por Gabe Klinger. Justamente Klinger debuta en el largometraje con «Porto» después de realizar un documental sobre Richard Linklater que también se pasó ayer en el marco del Festival: «Double Play«.
Yelchin, esquelético, chupado y con cara de ir puesto de algo, interpreta a un joven un tanto solitario que vive en Oporto. Su vida es rutinaria y aburrida, pero de repente, Mati (interpretada por Lucie Lucas) llega a su vida como un rayo de luz, vital e incandescente. Entre los dos surge una conexión instantánea que puede (o no) desbarajustar sus vidas.
«Porto» no es una película de trato fácil. Editada a modo de puzzle, debemos intuir dónde va cada escena que se nos presenta para elaborar la imagen final. Las frases y los planos se repiten, los ropajes cambian a placer e incluso la «supuesta» edad que tienen los personajes parece ir variando. En un inicio, «Porto» parece una película sostenida en el tiempo; una historia de amor hecha a pedazos, que no tiene principio ni final, que simplemente es. Sólo al terminar la película somos capaces de ver cómo ha ido realmente el encuentro entre las dos almas. Re-colocaremos las piezas en nuestra cabeza pero nunca sabremos con certeza porque se separaron, porque no pudieron seguir juntas.
Entre las palabras de «Porto» se intuye que Klinger ha escrito la historia de amor (o encuentro sexual o como queramos llamarlo), desde un lugar muy oculto de su corazón, pero el dispositivo con que la cuenta es tan artificial, que resta verdad al conjunto. No sabemos si es por la moda hipster o por querer imitar a sus referentes (Jim Jarmusch, que es productor de la cinta; o Howard Brookner, entre otros), que el cineasta opta por el 35mm sucio y por los encuadres «bonitos», o «interesantes». Todo parece tan preparado en rodaje (y montaje) que le sale el tiro por la culata.
Como «Júlia Ist» hacía con Berlín, también «Porto» muestra la ciudad portuguesa en toda su belleza (y más con el formato de 35mm). Sin embargo, es una de las pocas similitudes entre ambas películas, ya que mientras los personajes de Martín son próximos y viven un presente que compartimos, los de «Porto» son demasiado extremos, introvertidos y poco agradables para el espectador. El romance entre Yelchin y Lucas no despierta la ternura que debería, aunque sí una pasión y rabia espontánea que el director intenta expresar mediante las escenas de sexo y ese montaje desordenado en el que reina el caos.
En su totalidad, podemos decir que «Porto» habita un poco en tierra de nadie y se configura como una pequeña cinta, anecdótica y con melancolítis crónica por el cine underground de los años 80 made in USA, que pocos recordarán. Sólo el enfermizo y delgado rostro del malogrado Yelchin se grabará en nuestra retira para siempre.