Mar. Mar 19th, 2024

Ya pasado el ecuador del D’A, seguimos descubriendo grandes películas en las distintas secciones del Festival.

En esta sexta crónica nos acercamos a los trabajos de dos realizadores que con sus óperas primas comenzaron a despertar el interés dentro del panorama cinematográfico actual, y que con sus segundos largometrajes, confirman su estabilidad fílmica: la cinta islandesa «Un blanco, blanco día» de Hlynur Palmason, en la sección Talents, y la méxicana «Los lobos», de Samuel Kishi, en la sección Transicions.

«Un blanco, blanco día»

Pocas cosas deben haber psicológicamente más desestabilizadoras que descubrir algo malo de un ser querido una vez que éste ya ha fallecido, lo cual no solo impide solo la confrontación y la posibilidad de alguna explicación, sino también afrontar el proceso del duelo. De ello nos habla Hlynur Palmason en «Un blanco, blanco día», en la que Ingimundur, un policía jubilado, ve pasar las estaciones sin mucho más interés que el de cuidar de su nieta tras haber perdido a su esposa en un accidente de tráfico. El tono calmado y observacional poco a poco irá cogiendo ritmo cuando el protagonista vaya encajando piezas que le hagan intuir que su mujer quizás le ocultaba algo. Es entonces cuando nuestro héroe desatará su lado más animal, que no es más que el reflejo de toda una sociedad reprimida, acompañando los bellos pero inhóspitos parajes y las disonantes notas compuestas por Edmund Finnis en ese descenso a su propio infierno. Y sin embargo, Palmason deja paso a momentos liberadores gracias a su manejo de una comedia entre negra y surrealista, tan sutil que a veces cuesta reconocerla, y que al igual que otra excepcional cinta islandesa como era «Buenos vecinos» (2017), se manifiesta como el mejor vehículo para mostrar, tras un preámbulo en el que se gesta la tensión,  la parte más descarnada de la violencia humana.

El filme además nos regala probablemente al mejor personaje del Festival: Ingimundur, interpretado con grave firmeza por Ingvar Eggert Sigurdsson (nominado al Premio del Cine Europeo), no es ya un hombre joven, pero conserva una fuerza y fiereza, unidas a una peligrosa determinación, que acaba por arrasar todo a su paso. Es precisamente por ello que el plano final que nos regala es desarmante, debido su caracter sensible y humanista: dejar en evidencia a un individuo derrotado e indefenso ante el descubrimiento de que probablemente nunca supo comprender a la persona a la que amó durante años.

«Los lobos»

Una mujer mexicana emigra a Albuquerque con sus dos hijos pequeños, a los que ha convencido con la promesa de que, una vez allí, les llevará a Disneyworld. Al llegar se establecerán en un motel donde los niños pasarán los días solos (en un encierro de lo más consecuente con la época que nos ocupa y que ha determinado la manera en la que se ha tenido que desarrollar esta edición del Festival) y todo lo independientes que pueden mientras su madre pasa el día fuera trabajando. Parecen inevitables las comparaciones del segundo largo de Samuel Kishi con «The Florida Project» (2017) de Sean Baker, efectivamente a nivel argumental, pero también por su interés por personajes en los márgenes de la sociedad. El director coloca a estos caracteres frente a la cámara, mirando al espectador de frente, haciendo consciente a éste de su existencia, además de como recurso estético, al que se une un uso poético de la voz en off que recuerda a la del documental «Tempestad» (2016), de Tatiana Huezo, en su manera de contrastar palabra e imagen cuando se muestra algo de lo que no se quiere hablar (y viceversa), o la utilización de animación en momento puntuales. Sin embargo, en general la cinta sigue más una tendencia realista, que potencia la espontaneidad y dulzura de los dos pequeños hermanos Maximiliano y Leonardo Nájar Márquez, unos descubrimientos asombrosos, que son quienes acaban configurando el corazón de la cinta.

Encontramos en «Los lobos» cine social algo convencional, pero cargado de afecto hacia sus personajes más que de denuncia (aunque sí que se aprecia una mirada crítica ante la nada desintersada ayuda a los más pobres por parte de las comunidades religiosas). Si en su película Baker dejaba abierta una hipotética puerta a la esperanza, aquí queda definitivamente confirmada en un final que manifiesta, una vez más, que quizás el sueño americano no existe tal y como se imagina, pero que, de una forma u otra, se puede salir adelante.

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