Jornada inaugural de la 61 edición del Festival de San Sebastián, un certamen que, a pesar de los hachazos económicos, sigue dando la cara gracias a los encomiables esfuerzos de una organización que ha visto mermado su presupuesto. Menos Premios Donostia, menos campanillas y menos servidumbre al mercado estadounidense ya que en esta edición regresan rostros conocidos a Zinemaldia como el responsable de la positivista El señor Ibrahim y las flores del Corán (Monsieur Ibrahim et les fleurs du Coran, 2003), François Dupeyron, o el inquietante narrador Atom Egoyan, a los que se suman otros destacados como Jonathan Teplietzky, autor ciertamente impersonal de la aún poco reconocida Burning man (íd, 2011). Así mismo, recuperan terreno los autores europeos gracias a nombres como los de Bertrand Tavernier, Jasmila Zbanic o el austríaco Götz Spielmann, director de la turbadora Revanche (íd, 2008). Como viene siendo habitual, no salirse de los raíles de la Sección Oficial supone todo un esfuerzo estoico al tener que renunciar al visionado de determinadas obras de esa maravillosa sección llamada Perlas en la que encontramos títulos premiados en Cannes, Venecia y Toronto y que vienen con la firma de Hayao Miyazaki, Jia Zhangke, Kore-eda o el ya suficientemente exaltado Alfonso Cuarón por su Gravity (íd, 2013), la que parece ser su magnum opus.
Pero ya habrá tiempo de comentar lo que dé de sí un Festival cada vez más atestado de bloggers (periodistas vestidos de pijama, para entendernos) en detrimento de voces autorizadas en la materia (?) que no renuncian a su estatus o a su gusto inmovilista. Chascarrillos tuiteros aparte, metámonos en pomada porque la primera jornada ha tenido lo suyo.
Futbolín (Metegol; Juan José Campanella, 2013) Sección oficial fuera de concurso
Responsable de inauagurar el Festival con la vítola de ser el primer filme de animación (y argentino) en hacerlo. Quizás esta decisión tenga que ver con la injusticia vivida en 2009 cuando la sobresaliente El secreto de sus ojos se fue con las manos vacías. Si no somos mal pensados, este dato no debería exclamarnos más de lo debido porque cabe recordar que Pixar abrió Cannes con la todavía a reivindicar Up (íd, Pete Docter, Bob Peterson, 2009). Más allá de las curiosidades históricas, es obligado dirigir la mirada hacia el nombre de su director: Juan José Campanella, uno de los más grandes autores contemporáneos. Convendrán conmigo si afirmo que Campanella cuenta todavía con crédito suficiente como para desarrollar el proyecto que se le antoje tras regalarnos obras maestras como El hijo de la novia (íd, 2001), por lo que el cineasta no necesita rendir cuentas con nadie cuando se le pregunta por el porqué de este proyecto extraño dentro de su filmografía. Extraño en su capa más superficial pero familiar y reconocible a poco que se profundice en una historia de amor y amistad presentada con el atractivo que supone un contexto futbolístico difuso y reducido a un manojo de referencias. No merece la pena buscar paralelismos. Campanella ha logrado componer un filme plagado de homenajes a ese cine clásico que tan bien supo deconstruir en El secreto de sus ojos integrando una vez más guiños a directores como Stanley Kubrick, Francis Ford Coppola, Orson Welles o Billy Wilder, por no entrar en detalles con los subrayados parecidos con Toy Story 3, (íd, Lee Unkrich, 2010) Wall E (íd; Andrew Stanton, 2008), la ya mentada Up o incluso Pequeños guerreros (Small soldiers; Joe Dante, 1998). El resultado final es desigual y no logra jugar en la liga de Dreamworks o Pixar brindando un decepcionante y hueco divertimento falto de alternativas en su narración y de ambición en su humor, aunque el cinismo brilla a la hora de condenar, con cierto atrevimiento, la tosquedad de ciertos ídolos mundiales o presentando al fútbol como un negocio corrompido en el que ganar o perder tiene más o menos trascendencia según el dinero en juego, o cuando ensalza lo analógico ante la supremacía de la pantalla como nuevo tótem moderno.
Enemigo (Enemy; Denis Villeneuve, 2013)
El director canadiense, Denis Villeneuve ya demostró con esa obra maestra llamada Incendies (íd; 2010) que tiene una asombrosa capacidad narrativa a la hora de diseccionar la sensibilidad humana, mostrar la fragilidad de nuestra civilización y removernos en la butaca a través de unos personajes con serios problemas de identidad. Villeneuve continúa fiel a su estilo con Enemy, una película que adapta libremente El hombre duplicado, obra de José Saramago, mostrando su lado más personal con una historia cimentada en la lucha del propio yo y en el tormento que supone el pasado. Villeneuve apuesta por una narración próxima a la de su compatriota David Cronenberg, quien ya experimentó con los mismos interrogantes kafkianos acerca de la identidad en una de sus obras más queridas: Inseparables (Dead ringers; 1998); aunque también se aprecia cierto surrealismo lynchiano a través de una simbología que remite inequívocamente a Mulholland drive (íd; David Lynch, 2001) y a la asfixiante estética formulada en la excelsa Terciopelo azul (Blue velvet, 1986). Enemy es, sin duda, una de las sorpresas más gratas del Festival. Un thriller hipnótico bajo el influjo de Hitchcock (nada casual el protagonismo de la rubia Mélanie Laurent) y en el que el caos encripta una tela de araña argumental que superpone dos realidades interconectadas. Dos vidas, interpretadas más que correctamente por Jake Gyllenhaal, en las que el subconsciente se impone en un diálogo entre presente y pasado gracias a las dudas que arrojan las propias decisiones.
La mirada del amor (The face of love; Arie Posin, 2013) Perlas
Decepcionante historia de inevitable comparación con la, considerada por un amplio círculo de la crítica, como la mejor película de la historia: Vertigo (id; Alfred Hitchcock, 1958). Nefasta su propuesta al pretender jugar con las obsesiones de una confusa viuda (Anette Bening) tras la muerte de su marido al que encuentra pronto un sustituto con un hombre que guarda, sorprendentemente, un enorme parecido físico con su difunto marido. De hecho, es el mismo Ed Harris el encargado de encarnar los dos personajes (sic.) La cinta camina a duras penas haciendo aguas en los momentos de supuesto dramatismo dejando todo en manos de dos veteranos de la interpretación, pero que sin embargo, acaba por aproximarse más a escenas tan delirantes como las que supo ofrecer la inefable Yo, yo mismo e Irene (Me, myself and Irene; Bob y Peter Farrelly, 2000) a pesar de que el bueno de Posin se apresure en confirmar su admiración hacia Hitch al colgar de una pared el póster de la mencionada Vértigo. Incomprensible la selección de esta aberración fílmica.
The zero theorem (íd; Terry Gilliam, 2013) Perlas
El que fuese miembro de los Monty Phyton, Terry Gilliam, vuelve a ese mundo oscuro que ya exploró en su denostada Brazil (íd; 1985) ofreciendo un futuro distópico en el que Agatha Ruiz de la Prada parece haber sido finalmente comprendida vista la estética que nos depara. Por momentos, el filme protagonizado por Christoph Waltz y Matt Damon camina firme por el sendero iniciado por la todavía plausible 12 monos (Twelve monkeys, 1995) aunque pronto deviene en un batiburrillo de desatinos narrativos que lastran las buenas intenciones de una historia que pone de relieve preguntas sobre el sentido de la vida, la deidad, el control, las dictaduras, la incomunicación, la obsolescencia programada e incluso humana. Todas ellas resueltas de forma precipitada y explicadas de forma ahogada en un zancadilleado final al que llegamos exhaustos a pesar de que pueda maravillarnos el apabullante y colorido barroquismo pop de los personajes y de los sets. Un experimento poco sorprendente en Gilliam y que, a pesar de las buenas intenciones iniciales, este ensayo sobre la intercomunicación resulta tan volátil como evitable. Una cinta que no busca hacer amigos fácilmente pero no por ello debe recibir las piedras que algunos lanzan a la ligera.