Un día más en Sitges me recuerda por qué el montaje es un elemento clave en un largometraje, y por qué adoro tantísimo este festival.
Muy buenas noches a todos. Pido disculpas de antemano por si me pongo especialmente sensible, o me emociono en exceso durante la crónica de hoy.
La séptima jornada de la 48 edición del festival de Sitges ha sido, probablemente, la más especial desde que en el lejano y, a estas alturas, algo difuso 2006 pisara por primera vez el certamen y vislumbrase en vivo y en directo el póster que homenajeaba la “Terciopelo Azul” de David Lynch con una oreja cercenada en la orilla del mar.
Nueve años después, con unos cuantos kilos menos, y unas cuantas canas más —dos, para ser exactos—, el chaval rechoncho que se crió rodeado de ficción y disfrutaba por primera vez de un evento de estas características, ha subido a un escenario —el de la nueva sala Tramuntana— junto a varios de sus compañeros de fatigas a presentar un futuro largometraje titulado «7Sins» durante la sección “Coming Soon”.
La sensación de vértigo al enfrentarse a una sala llena de gente armado únicamente con un micrófono se vio notablemente mitigada gracias a la misma seguridad que le da a un equipo de fútbol jugar en casa. Sitges es mi hogar, y este año 2015 será recordado como ese en el que mi relación con él ha trascendido a las carreras entre cines, al sufrimiento por no poder solapar proyecciones debido a los retrasos, al sueño, y a los bocadillos de bacon con queso de la carpa del Auditori.
Después de esta introducción tan personal, recordaros que sigo sin dormir, que el café soluble continúa siendo mi aliado, que está empezando a hacer más frío que en verano, y que hoy me he llevado dos sorpresones inesperados con un filme polaco y uno holandés, además de querer tirarme a las vías del cercanías después de que no pasase nada durante los primeros 90 minutos de “Victoria”.
“Victoria”: El corte se inventó para algo
Mientras acompañaba a Victoria, joven y pizpireta protagonista de la película homónima, a través de su —largo— periplo a través de la noche berlinesa, no podía dejar de pensar en hacer algún tipo de ritual demoníaco para devolver su forma corpórea a los espíritus de Eisenstein y Pudovkin, y aliarles con Walter Murch para que explicasen al señor Sebastian Schipper lo útil y efectivo que es el corte en esto de la narración cinematográfica. Por un lado, querido Sebastian, cortar te permite potenciar hasta lo inimaginable el drama, manipular la emoción del espectador, estrujarle el corazón y dominarle como se te antoje. Por otro, y mucho más importante si tenemos en consideración la forma en que se ha rodado “Victoria”, el corte te permite gozar de unas maravillosas elipsis que agilizan la narrativa evitando momentos de vacío dramático y, más puntualmente, hacen posible que tu «montaje» final no dure dos horas y veinte minutos de los cuales el 40% es puro relleno.
Soy un gran partidario del empleo del plano secuencia como recurso narrativo. Me quito el sombrero una y las veces que haga falta ante el arranque de “Sed de mal”, la secuencia del estadio en “El secreto de sus ojos”, el steady shot con el que Scorsese introduce Ray Liotta en el ambiente del Copacabana durante “Uno de los nuestros”, o esa pericia que parió Alfred Hitchcock bajo el título de “La soga”, rodada en un supuesto único plano falseado con cortes invisibles por las limitaciones en cuanto a la duración de los rollos de celuloide.
La diferencia entre la propuesta de Schipper y la del bueno de Hitch, es que la cinta protagonizada por James Stewart goza en su planteamiento y puesta en escena de una teatralidad que bien puede justificar la decisión de su director en cuanto a la manera de ejecutar el guión, siendo el caso de “Victoria” otro ejemplo de experimento formal sin fundamento y que no enriquece la narrativa, quedándose en la peripecia técnica.
Es imperdonable que el detonante del largometraje alemán aparezca en torno al minuto 65 —momento recuerdo a la perfección porque lancé mi segunda mirada furtiva al teléfono móvil justo antes del giro—; pero más garrafal es la forma de retratar al personaje que da nombre al filme.
Si alguien me pregunta de qué va “Victoria”, podría contestar que versa sobre una chica que:
A) Tiene algún tipo de trastorno mental que le impide ver la realidad tal y como es.
B) Se pasa toda la película bajo la influencia del alcohol y alguna droga que deforma la realidad.
C) Es idiota.
D) Las tres respuestas anteriores.
Hablando más en serio, cuando “Victoria” termina de arrancar ya es demasiado tarde. Lo inverosímil y ridículo de la actitud de su protagonista y de la historia, sumado al tiempo desperdiciado en pos del gancho comercial del plano secuencia hace que, cuando la trama se pone seria, ya me de igual todo y lo único que quiera es que termine de una vez la proyección para poder salir a tomar un café. Suerte que Laia Costa está impecable y que la cosa podría salvarse con un remontaje de hora y media al estilo tradicional.
“Demon”: Posesión made in Polonia
La primera gran sorpresa del día vino precedida de un momento de lo mas triste y emotivo.
Los presentadores Melina Matthews y Dafnis Balduz, como de costumbre, introdujeron la película e informaron del reciente fallecimiento de Marcin Wrona, director y guionista de “Demon”, llamando a presentar el largometraje a una buena amiga del malogrado realizador polaco, quien debía haber asistido al festival junto a su última creación.
Tras unas agridulces palabras que, por algún motivo, me encogieron el corazón por un momento, las luces se apagaron y dieron paso a una peculiar cinta que, tomando como base la leyenda judía del Dybbuk —un espíritu que toma posesión del cuerpo de sus víctimas al que ya pudimos ver en “The Possession”—, nos sumerge en la Polonia rural mediante un enrarecido relato en el que el tono es la principal estrella de la función.
Las interesantes y duras lecturas sobre la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, acontecimientos tristemente presentes en la memoria histórica del país originario de Wrona, que pueden extraerse del subtexto de “Demon”, se entremezclan con una ambientación de lo más malsana, que inquieta a la vez que divierte debido a su particular modo de introducir la comedia, abstracta, algo retorcida y muy enriquecedora del conjunto final del filme.
“Demon” no deja de ser una historia de posesiones al uso con un caserón que guarda oscuros secretos y una pareja de indefensos personajes recién llegada al lugar maldito; pero lo especial de su puesta en escena —gran parte de la historia transcurre durante la celebración de una boda tradicional de la zona—, su cuidada atmósfera, ciertos momentos considerablemente sobrecogedores, y sus múltiples lecturas sobre la memoria y el olvido, la convierten en un ejercicio tan singular y difícil de agradar a toda clase de público, como en una experiencia memorable.
“Schneider vs. Bax”: Warmerdam vuelve a lograrlo
Sin salir del viejo continente, una nueva muestra de lo diferente y brillante que puede llegar a ser el cine de género europeo nos llega dede Holanda de la mano del veterano Alex van Warmerdam, quien ganase el premio a mejor película en la pasada edición de Sitges 2013 con la delirante “Borgman”.
Lo nuevo de van Warmerdam vuelve a hacer colindar la comedia negra y grotesca por momentos habitual en la filmografía del director y, en este caso, el thriller, en una historia sobre un asesino a sueldo al que encargan la misión de liquidar a un particular escritor alcohólico, drogadicto y con severos problemas familiares. Este punto de partida es sólo la punta de un iceberg en el que violencia, personajes perturbados, intriga, y un humor que, al borde de la corrección, se antoja propio de la comedia de los Hermanos Marx, se ponen al servicio de uno de las mejores comedias de suspense que se hayan podido ver en los últimos años. Tan peculiar como sobresaliente.
Y con esto, cerramos un día más, y dejamos por delante un día menos.
Queda muy poco por delante, pero con bombazos de la talla de “The Invitation” —atentos a la crónica de mañana, que vienen curvas con esta película—, o “I Am a Hero”.
Permanezcan a la escucha y no se olviden de ser felices. O no.
¡Hasta mañana!