Séptimo día aliñado con mucha lluvia, depresión pre finalización del festival, cucarachas culturistas y extra de Bruce Campbell.
Post-vacacional, post-traumático, post-parto… Por norma general, las reacciones adversas a un acontecimiento importante —ya sea positivo, o negativo— se manifiestan una vez experimentado el mismo. Pero en el caso del festival de Sitges es todo lo contrario.
Aún nos quedan dos días completos —sin contar las maratones del domingo— de cine fantástico, momentos demenciales, carreras entre cines, y siestas involuntarias en butacas incómodas, sin olvidarnos de la apoteósica fiesta de voluntarios del sábado, pero, siendo conscientes de que ya estamos en el séptimo día del certamen y que el tiempo ha pasado volando, las cuarenta y ocho horas restantes se antojan a muy, muy poco. Pero no seamos cenizos, porque el día de hoy ha tenido la suficiente variedad en sus proyecciones y momentos desternillantes para pasar a ser uno de mis predilectos de esta edición, a pesar de que los largometrajes exhibidos no hayan sido precisamente los más redondos que hayamos podido disfrutar hasta la fecha.
Dicho esto, os invito a acompañarme a través de una crónica con rituales ancestrales, francesadas pomposas con ganas de transgredir, cucarachas mutantes culturistas y encuentros inesperados en lugares inhóspitos.
¡Al lío!
“A Dark Song”: Ocultismo, atmósfera y salidas de tono
Los dioses de Sitges nos han condenado a un nuevo día —muy— pasado por agua desde primera hora, así que, a falta de poder realizar un ritual como el que lleva a cabo la protagonista de la primera cinta de la jornada para que nos dejen respirar un poco, de nuevo saltaba de la cama para enfundarme en mi chubasquero y salir a toda pastilla hacia la sala Tramuntana, donde me esperaba la interesante ópera prima del hasta ahora cortometrajista Liam Gavin, titulada “A Dark Song” (2016).
Durante la inmensa mayoría de su metraje, el primer largo del director y guionista irlandés, se alza como uno de los mejores ejercicios de terror independiente de corte sobrenatural que haya podido ver durante este año en el marco del festival. La contención, el clasicismo y la mesura a los que se abraza Gavin para narrar esta historia de redención y sentimientos encontrados, prescinden por completo de artificios innecesarios para volcarse plenamente en la generación de una atmósfera opresiva e irrespirable secundada por la dureza de las imágenes que acompañan a un rito que más bien parece una tortura sistemática.
Por suerte para los dos primeros actos del filme, su responsable cumple a rajatabla la máxima de «sugerir siempre es mejor que mostrar», y logra atraparnos sin concesiones en su juego de desconfianza y paranoia. Pero la debacle no tarda en manifestarse y, aún sin saber por qué, Gavin se saca de la manga un tercer acto que rompe por completo el tono de la obra, y que hizo audible la estupefacción del respetable ante ciertas imágenes y revelaciones que, creedme, debéis descubrir por vosotros mismos. Porque, a pesar de este —tremebundo— patinazo, “A Dark Song”, con su brillante ambientación, es merecedora de una oportunidad.
“Raw”: La pomposidad del canibalismo galo
Después de un buen plato de arroz con pisto —al fin como algo caliente después de un cargamento interminable de bocadillos— y de ser asediado por uno de esos chaparrones espontáneos, pude disfrutar de un momento de desintoxicación fílmica con unos cuantos colegas en el Meliá donde, en cuestión de cinco minutos, pasaron frente a nosotros, saludando como si nada, gente como Antonio de la Torre, Don Coscarelli y —oh, dioses— Bruce Campbell. No puedo describir la sensación de estar en una estancia prácticamente vacía esperando a un ascensor y que, cuando se abren las puertas, aparezca el protagonista de la saga “The Evil Dead” silbando y a su bola.
Tras estos mágicos encuentros —de los que no sé si me he recuperado aún—, y después de ver a Ruggero Deodato —director de la icónica “Holocausto Caníbal” preguntando a voz en grito que quién era ese hombre asediado por la prensa en referencia a Dolph Lundgren, que acababa de llegar al hall del hotel, tocó volver a la inmensidad del Auditori para enfrentarme a “Raw”: primer largo en solitario de Julia Ducournau, que aterriza en las pantallas de Sitges después de un polémico recorrido por festivales coronado en Cannes, donde recibió el premio de la crítica.
De nuevo, al igual que ocurrió con “31” (Rob Zombie, 2016), me he vuelto a quedar prácticamente solo al comentar la cinta con colegas y compañeros una vez finalizado el pase. Y es que “Raw”, que llegó a mis oídos como la nueva «película ambulancia» de la temporada —calificación que no escuchábamos por estos lares desde, creo recordar, “Martyrs” (Pascal Laugier, 2008)—, generando presuntos desmayos por las salvajadas que exhibía, no ha conseguido calar en mis sencillos y mundanos gustos cinéfilos, manteniéndome en todo momento con una ceja arqueada y alejado a miles de kilómetros de sus personajes, sus supuestos problemas, y sus metáforas rancias.
No diré en ningún momento que el trabajo de Ducournau carezca de una calidad palpable en cuestiones de dirección y estilo —sería negar una evidencia—, así que, me limitaré a decir que he percibido en “Raw” ese aire de grandilocuencia y pomposidad asociado indiscriminadamente como un injusto cliché al cine francés; elemento que, junto a una ínfula de transgresión constante, me ha repelido una y mil veces más que su gore de parvulario, superado sin despeinarse por sus filmes compatriotas de la nouvelle horreur vague, sin ir más lejos.
Para más inri, durante la proyección no dejaban de venir a mi mente películas como “Eat” (Jimmy Weber, 2013); trabajos más pequeños, honestos y autoconscientes en los que el conflicto interno de sus personajes si se exteriorizaba de manera coherente y cohesionada, facilitando al menos la empatía con unos protagonistas a los que, al menos, no dan ganas de ahogar con una almohada para que dejen de ser tan odiosos pero que, comprendo, puedan causar sensación en públicos más diversos.
“Terra Formars”: No Miike, no party
Salir del Auditori. Bajar corriendo las escaleras mojadas a riesgo de partirte la crisma de un resbalón. Pisotear la moqueta verde encharcada mientras corres como un energúmeno. Enseñar tu acreditación. Sentarte de nuevo.
Este es el procedimiento de enlazar películas en Sitges. Una actividad habitual que en esta ocasión iba a contar con un entremés de nivel estratosférico: un discurso de agradecimiento por parte de un galardonado Bruce Campbell que, tras recibir el Premio Máquina del Tiempo en reconocimiento a una vida dedicada al fantástico, decidió sacar partido a su vena de showman para torturar a su pobre y tímida intérprete durante nada más y nada menos que cuarenta minutos de carcajadas, aplausos y mucha mala leche.
Con el show de Campbell concluido, llegaba el momento de despedir un nuevo día de la mano del incombustible Takashi Miike, quien a parte de continuar con un ritmo de trabajo delirante, finalizando dos películas anuales de media, no se pierde una sola edición del festival —ya sea personalmente o con uno, o dos de sus trabajos en la programación—.
Este año, el genio nipón, después de dejarnos la cabeza triturada con la delirante “Yakuza Apocalypse” (“Gokudou daisensou”, 2015), vuelve por estas tierras con “Terra Formars” (2016): la adaptación del manga homónimo de Yu Sasuga y Kenichi Tachibana en la que un grupo de habitantes del planeta Tierra de dudosa reputación viajan a Marte con la misión de eliminar todas las cucarachas posibles para hacer aquellas tierras habitables para la especie humana. Con esta premisa sobre la mesa, Miike nos regala de nuevo un par de horas de demencia absoluta en la que los efectos prácticos de maquillaje se mezclan con el CGI más desvergonzado en una orgía de acción, cucarachas gigantes culturistas, villanos que parecen extraídos de “El quinto elemento” (“The Fifth Element”, Luc Besson, 1997), y un grupo de anti-héroes que, al inyectarse una especie de suero, adquieren los poderes de diferentes insectos para combatir a sus enemigos.
Obviamente no nos encontramos ante una joya incunable del séptimo arte, pero “Terra Formars” cumple con su cometido de divertir, generar muecas de incredulidad, y ofrecer un espectáculo calificable de «japonesada» que, a mi parecer, aún llega a sorprender en tierras occidentales por sus niveles de majadería y excentricidad.
Otra rareza de Miike que añadir a la colección.
Y con esto y un zumo multrifrutas con leche, uno que se despide para echar un sueñecito y disfrutar al máximo de lo poco que nos queda en el rincón más feliz del planeta —que le den a Disneylandia—.
¡Hasta mañana!