Abrimos la retrospectiva sobre Abdel Kechiche repasando sus dos primeras películas (La faute a Voltaire y L´esquive) y la polémica con su productor.
El que no ama es desgraciado,
y desgraciado el enamorado
La faute a Voltaire (2000) comienza en la fría sala de espera de una administración pública francesa que se encarga de decidir quién recibe el dudoso privilegio de poder permanecer en territorio galo bajo el amparo del asilo político. Dos inmigrantes aparentemente experimentados en el trato con la burocracia aconsejan a un ilusionado pero confuso tunecino que esconda su tarjeta de identidad y se declare ciudadano de Argelia. La escena correspondería a los últimos años de la década de los noventa, pero adquiere total relevancia en el contexto de una Francia aun arrepentida por la masiva cantidad de muertos que precedieron a la independencia del país africano tras los acuerdos de Evian en 1962. Otra línea demoledora asalta al espectador antes de que termine el breve prólogo de la película: “Se creen los inventores de la libertad”.
Abdellatif Kechiche es director de cine, de origen tunecino, inmigrante. Su ópera prima es irregular y deslavazada, pero nos sirve como introducción en su peculiar mundo interior. El metraje de La faute a Voltaire se articula en torno a dos temas universales. En primer lugar, es evidente la continua búsqueda de identidad de su protagonista, que bien podría ser una trasposición del propio realizador. No es casualidad que Jallel cambie de nacionalidad con la intención de pasar desapercibido ante una sociedad que se muestra insensible a la inmigración. Por si fuera poco, además de moverse sin demasiada habilidad entre los bajos fondos, escenificados en un ambiente hiperrealista tanto en el albergue para la gente sin recursos como en el psiquiátrico, modifica su nombre en dos ocasiones con las subsiguientes dificultades de adaptación a un medio de por sí hostil.
Mucho más interesante resulta el segundo pilar temático introducido por Pierre de Ronsard, un poeta del siglo XVI entregado a la búsqueda de la felicidad a través del amor idealizado. La cita que encabeza el artículo resume la esfera romántica de la película. No hay el mínimo asomo de enamoramiento platónico, ni convivencia feliz, ni siquiera plenitud sexual. Jallel es abandonado a las puertas del altar y tras una elipsis de lo más acertada comienza una extraña relación con una ninfómana que recibe dinero a cambio de favores sexuales en el frenopático. Sin embargo, hay en todo ello un leve hálito de felicidad efímera. Los extraños amantes se pasean repartiendo rosas a otros amantes de diferentes condiciones y leen juntos una poesía del propio Ronsard mientras piden limosna en el metro. Todo ello antes de un final tan precipitado como cortante que anticipa otra de las señas de identidad del tunecino: su interés en el desenlace abierto. La entrega al espectador de las herramientas necesarias para la reflexión.
La faute a Voltaire es también el primer contacto de Kechiche con la polémica que como veremos le ha ido acompañando a lo largo del tiempo y que llegó a su paroxismo pocos meses después de recibir la merecidísima Palma de Oro en Cannes por La vida de Adele. El director tunecino desmintió hace poco las palabras de su productor en aquella época, Jean-François Lepetit, que aseguraba que “nunca había vivido una experiencia tan dolorosa” como trabajar con Abdel. Dice que le aconsejó cortar una película que duraba más de tres horas y que no pudieron tomar parte en los festivales de Cannes ni Berlín por las negativas de Kechiche. Finalmente, siempre según las palabras de Le Petit, cuando los directores del festival de Venecia le pidieron que trabajase en una versión más breve, el realizador accedió.
Kechiche, sin embargo, argumenta en su carta abierta al periódico Rue89 (de la cual citaremos más extractos a lo largo de este artículo) que la única razón por la que no pudo presentarse a los festivales anteriormente mencionados es porque LePetit desconoce o esconde las fechas reales del rodaje y, además, asevera que la simple idea de tener que modificar su creación por las exigencias de los directores de un festival haría que lo considerase “indigno” de su participación.
¿Qué estás buscando?
Busco mi camino por todas partes para encontrarlo algún día
Habrían de pasar tres años para que Abdel alcanzase la notoriedad en Francia con L´esquive (2003). La cinta conseguiría cuatro premios César, entre ellos la mejor película, director y guión, en un año que también competían Largo domingo de noviazgo de Jean Pierre Jeunet y Los chicos del coro, a la postre, nominada en dos categorías a los premios Óscar.
L´esquive se apoya en una representación teatral para ejercer en este caso una crítica social mucho más interesante que en su anterior trabajo. Los mimbres son los mismos, a saber, inmigración, exclusión social y suburbios franceses, pero el estilo casi documental, los primerísimos primeros planos, la escasez de elementos extradiegéticos y una base argumental mucho más sólida afianzan la personalidad cinematográfica de Kechiche.
Si en su primera película el eje conductor era Ronsard, en L´Esquive se apoya en la comedia de enredo de Pierre de Marivaux para trazar las líneas principales de su historia. Así, la película se estructura en cuatro didácticos ensayos, que tienen lugar en un instituto perteneciente al lumpen predominantemente árabe, y una representación que sirve como epílogo y nos lleva inexorablemente a una cuestión que Kechiche volverá a explorar a lo largo de su filmografía: ¿Es posible el amor puro entre diferentes clases sociales? La propuesta de Marivaux, que pertenecía a la clase acomodada del siglo XVIII, proponía disfrazar al pobre de rico y viceversa con la intención de hacer frente a la pregunta igualando dos estratos que finalmente terminaban delatándose a causa de las peculiaridades de su lenguaje.
En L´Esquive, estas particularidades están más relacionadas con las diferencias raciales evidenciadas en la figura del intruso. Solo dos de los personajes principales son blancos. La profesora, que cuenta con una capacidad intelectual superior al resto y aparece desmarcada de las vicisitudes de sus alumnos, y Lydia, objeto de deseo de nuestro protagonista Krimo. De esta manera, aunque se mueve entre los mismos escenarios que el resto y comulga igual que ellos con la religión musulmana, el director se empeña en mostrarnos con acierto como, de alguna manera, su color de piel le otorga una categoría diametralmente distinta. Declama sus textos con una pasión y seguridad que contrastan profundamente con la inseguridad de su enamorado y su vestido (a pesar de que lo compra en una casa de empeños con los pocos ahorros que conserva) resulta sofisticado en comparación a la melancólica imagen de Krimo disfrazado de Arlequín recitando sus líneas con tonos monocordes.
Además, existen dos escenas que abundan aun más en estas diferencias raciales. Las dos tienen lugar en el último tercio de la película. Krimo ha confesado sus sentimientos a Lydia y sigue esperando a que le dé una respuesta definitiva. Su amigo Fatih no está dispuesto a que la intriga siga alargándose y decide reunir en su coche a ambos. Lo que sucede es que cuando deambula por el barrio buscando a Lydia se confunde de persona y finalmente se muestra asombrado cuando descubre que su compañero no se ha enamorado de una muchacha de origen árabe sino de una chica de piel pálida y ojos verdes que no concuerda con la imagen inconsciente que tenía esbozada. Poco más tarde, la policía encuentra a Krimo, Fatih, Lydia y dos amigas más dentro de un coche discutiendo y comienzan a registrarlos. A todos menos a Lydia, que espera pacientemente hasta que al cabo de un tiempo las autoridades caen en la cuenta de que nadie había reparado en ella.
Parece claro en este punto que Kechiche, al igual que Marivaux, pretende indicarnos que «somos esclavos de nuestra clase social (racial)». La película, reiterativa, sí, pero maravillosamente trazada como un juego de espejos, finaliza con una frase que resume en gran parte lo que hemos presenciado: “Hemos hecho un largo viaje solo para encontrarnos a nosotros mismos”.