CUARTA FASE: Los parásitos
Podemos definir como parásito a todo ser vivo que pasa una parte o la totalidad de su vida en el interior o exterior de otro ser vivo de diferente especie. Algunos de los seres que vienen del espacio exterior encuentran en el interior del ser humano un cálido hábitat en el que anidar o sobrevivir. Hay que reconocer que estos son los más famosos del séptimo arte y los que más miedo nos han hecho pasar.
Así una vez más volvemos una vez más sobre la figura del maestro John Carpenter porque la productora y distribuidora Universal le eligió para realizar una nueva versión del clásico de “El enigma de otro mundo” de Christian Nyby, para dar un giro al proyecto y ofrecernos una historia de terror extremo, que combina – al igual que veremos que sucederá en Alien, cronológicamente un precedente – el malestar que produce la idea de profanación del organismo por un ente alienígena desconocido, junto con una sensación de incertidumbre y vulnerabilidad producto de la capacidad del ser por camuflarse. El terror es mayor cuanto menos conocemos de la amenaza, sabiendo esto Carpenter decide alejarse de la obra original para enfrentar a sus protagonistas a un ser, directamente, sin forma propia. “La cosa”, título ambiguo y nada descriptivo encaja a la perfección con esta idea. Biológicamente, el alienígena en cuestión es una forma parasitaria capaz de mimetizar al milímetro cualquier forma de vida orgánica. Eso en cierta medida la entronca con los ladrones de cuerpos, pero a diferencia de estos se precisa de un análisis de muestras biológicas de la sangre de los infectados para ver cómo las células del ser fagocitan y sustituyen a las del anfitrión, de manera poco clara científicamente; es lo único que podemos averiguar acerca de los mecanismos de esta violenta forma de vida, que en la práctica se dedicará a pasar de un cuerpo a otro por medio de cualquier contacto de fluidos orgánicos, mordeduras, o tantos otros que ni siquiera llegarán a entenderse en lo que dure el enfrentamiento.
¿Qué nos queda, resumiendo, de la biología de este sangriento ser? Para obtener las respuesta adecuada debemos acudir al film que funciona como precuela titulado “La cosa (The Thing)” realizada por Matthijs van Heijningen Jr., basándose en el mismo relato y tomando como mapa la versión de 1982, en este caso veremos como el equipo noruego desentierra de los hielos de la antártida al ser venido de lejos y deciden comenzar a hacer pruebas en contra de la opinión de la antropóloga norteamericana Kate Lloyd. Así apreciaremos que en su forma original es lo bastante desarrollado e inteligente como para crear naves espaciales que le permitan llegar a otros mundos; que el frío extremo es capaz de reducir sus funciones vitales, si bien no acaba por destruirle; que es sensible al fuego, y que una vez descubierta su identidad en el cuerpo de otro ser, es capaz de sufrir grotescas transmutaciones, emitir tentáculos y desarrollar estructuras óseas defensivas y ofensivas de toda índole.
Vislumbraremos su forma original en la versión del 2011, pero la idea que transmiten sus numerosas transformaciones y peculiares metamorfosis es que no debe de ser agradable a la visión humana. Además de poseer cuerpo y mente de los parasitados, la violación de las normas anatómicas humanas que supone la transformación alienígena de este ser produce una repulsión y un horror pocas veces condensados en los demás ejemplos de alienígenas en el mundo del cine. Eso sí con el holandés mantenemos el esquema de monster movie pero perdemos cualquier atisbo sobre el miedo al contagio de enfermedades hemáticas como el virus de la inmunodeficiencia adquirida. Y por supuesto no consigue darle un final tan inquietante como el visto en 1982, aunque el infructuoso intento queda patente, pero en su defensa debemos alegar que engarza perfectamente con la criatura de Carpenter.
Versión 1982
Versión 2011
Pero sin duda, el parásito que se encuentra en la mente de la mayoría de espectadores es y será siempre “Alien”, esa criatura que se apropió de un término genérico para adoptarla como nombre propio. Sólo esta observación ya nos da una idea de la personalidad de esta criatura, de su importancia en la historia de la ciencia ficción: se trata de el alien, es como si conociésemos a alguien tan importante como para llamarle en adelante “el Hombre”, una especie de Chuck Norris de los extraterrestres. Esta criatura reúne muchas de las características para personificar la mayoría de horrores que ya hemos encontrado en todos los casos comentados hasta el momento: la profanación del cuerpo, la invisibilidad, una anatomía antropomorfa, y una ausencia de humanidad que lo convierte en una máquina de matar sin sentimientos ni objetivo más allá de su propia supervivencia. Y por encima de todo, personifica el horror de lo desconocido. Por todo esto podría haber encajado en cualquier otra categoría de este monográfico, pero dado lo elaborado de su biología y lo llamativo de su proceso de “nacimiento” que es por lo que más se recuerda, lo englobamos en el grupo de los parásitos como representante especial. Comencemos, pues, con su ciclo biológico, no sin antes contextualizar un poco su entorno.
La película “Alien” podría enmarcarse en distintos géneros, pero sin duda donde mejor encaja sería en el de terror. A pesar de no estar concebida inicialmente como tal (el auténtico germen fue la idea de hacer una parodia de otro film presente en este monográfico, “It!, the terror beyond space”), la película genera desasosiego desde su mismo inicio, con ese título que tarda una eternidad en formarse para desesperación del espectador, arropado por los suaves y desquiciantes acordes de la siniestra melodía creada por Jerry Goldsmith. El vacío del espacio, donde “nadie puede oir tus gritos” – según rezaba la frase promocional del film – nos recibe para dar paso a una gigantesca mole, un navío construido como una catedral gótica. A partir de aquí, y gracias al cuidado que Ridley Scott pone (o ponía, al menos) en la verosimilitud de todos los detalles, personajes y escenarios de sus películas, nos encontramos con que el universo de Alien es más real que otros muchos. Por esta razón es una buena pieza de ciencia ficción, no del tipo “duro” pero sí lo bastante cuidadosa como para que todo lo que se nos muestra no nos haga recordar constantemente que estamos viendo una fantasía. ¿Qué se consigue con tanto realismo? Que el desasosiego y el terror vayan in crescendo, por muy lejano que parezca lo que se nos muestra. La otra gran baza de la película, que no hace sino acrecentar el realismo, es que basa la creación de una atmósfera terrorífica en el miedo a lo desconocido. Los protagonistas del film despiertan en su cómoda nave, se encuentran a gusto, deseando llgear a casa; pero recibirán una señal desconocida, que los llevará a un planetoide ignoto a realizar una misión de la que realmente no saben nada en absoluto. Este acierto provoca que, como espectadores, sólo sepamos lo que pasa a través de los protagonistas; en este caso, compartimos su desconcierto cuando encuentran una astronave estrellada y abandonada hace muchísimo tiempo, lo bastante como para que el ser alienígena que la pilotaba se encuentre en un estado similar a la fosilización… pero no es este el alienígena que habrá de hacérselas pasar canutas a protagonistas y espectadores.
En lo profundo de estas ruinas yace un almacén donde un número imposible de huevos están cuidadosamente guardados y ordenados. Una fina bruma los cubre, reaccionando al contacto con los humanos. Nunca sabremos si es un sistema de protección, o de aviso para lo que ocultan los huevos; de nuevo todo nos es desconocido. Finalmente, parte del misterio quedará resuelto cuando uno de los incautos exploradores humanos meta sus narices – literalmente – demasiado cerca de un huevo que se abre como una crisálida. El cuidado que Scott pone en el diseño de toda esta secuencia la dota de un realismo fascinante: el huevo se ilumina, ante la proximidad del humano, algo en su interior parece eclosionar, y su parte superior se abre como una flor. Una forma viscosa salta disparada y se adhiere al curioso, en uno de los mayores sustos que se ha vivido en una sala de cine.
En esta primera fase del desarrollo de nuestro amigo extraterrestre, nos encontramos con una especie de ser octópedo, con extremidades articuladas que le permiten ajustarse perfectamente a la cabeza humana (y, suponemos, a otro tipo de cabezas). Una secuencia bien lógica, donde los compañeros del desdichado intentarán liberarle de tan poco deseado invitado, nos revelará que el ser dispone de una cola enroscable que hará las veces de trampolín mientras se aloja en el huevo, y de sujeción en el cuello de la víctima para evitar ser desprendido. Gracias al oficial médico y científico de la nave – un recurso ya clásico en los films de extraterrestres, aunque de nuevo en este caso es utilizado con ingenio y bien encajado en el desarrollo del guión – podemos conocer algo más del bicho en cuestión: que proporciona oxígeno al huésped, manteniéndolo en un estado de semiinconsciencia, que sus células externas se sustituyen por “siliconas polarizadas” (observación algo ambigua pero no carente de sentido) y de modo empírico se revelará con horror que su sangre (o al menos el líquido que recorre sus vasos) es una sustancia corrosiva capaz de fundir el metal de la nave (la explicación científica es que se trata de un “ácido molecular”, que lamentablemente es decir tanto como que el agua es “un entramado de moléculas polares”). Abreviando: al cabo de un tiempo corto pero suficiente para que espectador y protagonistas estén ya pasando de la inquietud a los principios del horror, el parásito propiamente dicho se desprende del huésped y tras una nueva secuencia de elevado suspense comprobaremos que esta primera encarnación del terror desconocido yace muerta panza arriba. Ha cumplido su función, “fecundando” a su víctima. En este momento espectador y personajes se disocian, pues mientras los miembros de la tripulación celebran la liberación de su compañero con un opíparo banquete, a nadie en la butaca se le escapa que no debe de haberle dejado nada bueno de recuerdo. Y entonces, literalmente, la película estalla.
Una constante en los films de extraterrestres es una primera aparición del monstruo que quede grabada en la retina del espectador. Se suele poner toda la carne en el asador en este momento, pero lo que Scott y su equipo consiguieron subió el listón hasta límites insospechados. En un desarrollo biológicamente lógico, el embrión, huevos o lo que fuese que se introdujo por la cavidad oral del pobre Kane (interpretado por un siempre ejemplar John hurt) se convirtió en un tiempo récord en una especie de larva dentada, alojada en la cavidad torácica. Al no encontrar espacio suficiente para campar a sus anchas, la criatura no puede sino abrirse paso a través de carne, costillas y piel para salir a la luz artificial del comedor de la nave espacial. Entre la perfecta imitación de las convulsiones de Hurt, la cotidianeidad de la escena inicial y el ingenio de Scott al no dar detalles de cómo se iba a desarrollar la secuencia, el resultado fue una realísima escena donde encontramos por primera vez al famosísimo “alien”, en forma de larva, color amarillento y forma serpentoide. Un ser que pese a su agresivo nacimiento es lo bastante vulnerable como para que su único reflejo sea salir pitando de la escena del crimen aprovechando la estupefacción de los restantes miembros de la tripulación.
Podemos apreciar en este desarrollo no sólo una lógica biológica bastante aceptable, sino además un componente etológico: el primer parásito no es sino una máquina de poseer cuerpos, sin mayor deseo que abrazarse a una cara, y muerto una vez cumplida su función; la larva naciente tiene como único instinto huir y esconderse hasta alcanzar la forma adulta que le permitirá defenderse por sí misma. Y cómo.
Finalmente, nos encontramos con la criatura definitiva. El alienígena adulto es de nuevo sutilmente antropomorfo, al menos en su estructura anatómica básica. Pero hay dos salvedades importantes que hacen de este antropomorfismo algo ma´s lógico que otros encontrados en nuestro repaso: por un lado la justificación. El ser se ha desarrollado en el interior de un humano, con lo cual el parecido humanoide queda en todo momento sugerido por dicha procedencia. Es un retorcimiento del concepto de la posesión que se trató anteriormente en películas similares: en este caso, es el cuerpo lo que se posee, no la mente; pero la violación que supone la parasitación inicial y el destrozo brutalmente doloroso producido en el nacimiento convierten la posesión en una especie de transmutación, que dota al ser resultante de un transfondo siniestro. Se convierte en “el hijo de Kane”, como expresará en un momento del metraje el personaje de Ash (Ian Holm en otra fantástica interpretación plagada de matices). El otro factor original en este caso de “antropocentrismo justificado” es que la anatomía del alien es tremendamente distinta a la humana en los detalles: una vez desprendido de la piel original de la larva, el nuevo ser mide casi dos metros, y su nueva piel es de un negro brillante, metalizado, lo cual le confiere capacidad de camuflaje con el oscuro metal de los pasillos y conductos de la nave. Este aspecto es obra y gracia del artista suizo H.R. Giger, otra de las bazas del film, cuyo estilo denominado “biomecanoide” era algo nunca visto hasta el momento. Finalmente, amén de otros muchos detalles en el cuerpo del alienígena (larga cola terminada en un afilado gancho, seis dedos en cada mano en disposición de cuatro unidos en pareja y dos en forma de pulgares, tubos y conductos externos recorriendo todo el cuerpo…) el gran rasgo distintivo es la cabeza. Una estructura alargada, de superficie pulida y brillante, sutilmente translúcida. Sin ojos. Un detalle tan simple como grandioso, esta criatura terrorífica no tiene ojos. Si los ojos son el espejo del alma, puede imaginarse que cuando te enfrentas a este animal no tienes posibilidad alguna de clemencia. Y para rematar, descubriremos que el tamaño y la forma de esta extraña cabeza no son arbitrarios sino que tienen una razón biológica: en su interior yace una mandíbula retráctil, que cuando el ser abre sus fauces externas (tan similares a los dientes humanos que de nuevo sentimos un extraño escalofrío) sale disparada para resquebrajar a su paso cualquier estructura craneal que ostente su pobre víctima. Debido a una casualidad de esas tan frecuentes en el mundo del cine, el conjunto viene aderezado por una profusión de saliva y otros fluidos que originalmente fueron obligatorios para el buen funcionamiento de este mecanismo de doble mandíbula (una obra maestra de la ingeniería cinematográfica debida a Carlo Rambaldi, también creador del cuerpo animatrónico del menos iracundo E.T.). Finalmente estos viscosos fluidos se convirtieron en seña de identidad del alienígena y pista inconfundible de su presencia para mayor desasosiego de sus presas.
Recapitulando, la criatura alienígena por excelencia reúne los requisitos para causar el mayor grado de terror imaginable: profana el cuerpo humano, es difícil de localizar, mata rápida e implacablemente y no se mueve por hambre o temor, sino por instinto de supervivencia.
El lector avispado encontrará que nos falta una pista para completar el ciclo biológico de este ser. Pese a lo cuidado de las etapas anteriores, desde larva hasta ser humanoide terrorífico, se nos deja con la duda de cómo continúa el ciclo vital del alienígena, cómo se produce la puesta de un nuevo huevo. En el montaje original del filme, una escena nos desvelaba esta incógnita al mostrar que las víctimas del alien podían llegar a convertirse en nuevos huevos tras un proceso de incubación catalizado por las secreciones babosas de nuestro amigo, pero afortunadamente Scott decidió descartar la escena (si bien por motivos más relacionados con el tempo del clímax final), dejando así una incertidumbre que hacía gran favor al misterio de aquella nave abandonada y plagada de huevos. Misterio que, por otra parte, ha sido desvelado (parcialmente, al menos) por el propio Scott en su reciente Prometheus. Pero James Cameron no tuvo tanta paciencia y en su entrega de 1986 Aliens nos mostrará el eslabón perdido, una reina madre alienígena que convierte al monstruo de la anterior película en uno de tantos zánganos encargados de sobrevivir lo suficiente para proporcionar nuevos huéspedes a los huevos y formar un ejército para defender a la reina madre, que se desarrollará como una gigantesca criatura capaz de crear a su alrededor un nido a base de cuerpos putrefactos y estructuras indescriptibles amalgamadas con las excreciones de sus vástagos. Esta nueva concepción del alienígena es reminiscente de las colonias de insectos de nuestro planeta, y si bien es una forma original de justificar y completar el ciclo de vida del ente, resta algo del impacto y el terror que suscitaba la original propuesta de Scott sumida en incertidumbres y misterios. Aunque no es probable que esto le molestase demasiado, pues en la ya mencionada Prometheus es el mismo Ridley Scott quien intenta enriquecer el universo “alien” con nuevas criaturas y ciclos biológicos, pero lamentablemente acercándose desde una perspectiva más “mitológica” y menos científica, con lo que las posibles relaciones evolutivas entre las criaturas de ambos films quedan en entredicho. El concepto de “antropocentrismo” adquiere un nuevo matiz en los alienígenas que son los auténticos protagonistas de Prometheus, y nuestro entrañable y parasitario Alien queda relegado a un brumoso terreno en el que se nos sugiere que esa naturaleza agresiva y perfectamente adaptable pueda ser más bien de origen artificial y responder a un “diseño inteligente”. Al menos podemos dar gracias a que esa sugerencia queda, de nuevo, sujeta a la especulación; pero si el cinéfilo más clásico no quiere perder para siempre la imagen de su alienígena favorito como lo que sugería la película original, recomendaría abstenerse de visionar las más que confirmadas secuelas.
Alien
Prometheus
Continuará…
Artículo escrito por Alfredo Manteca y Carlos Romá